Cuando Nelson Mandela (q. d. D. g.) ganó las elecciones sudafricanas y ascendió al poder, no faltaron voces que exigieran venganza o corazones que anhelaran ver a los blancos sentir el mismo sufrimiento que les habían infligido. ¿Cómo sería la historia de esa nación si su destino no hubiese estado en las manos de una persona tan excepcional, que supo frenar el movimiento avieso de ese péndulo de la venganza?
Ese pensamiento, que parece tan lejano en tiempo y distancia, saltó a mi cabeza con motivo del Día del Padre, cuando leí una noticia publicada por este diario sobre la lucha que dan muchos padres para poder ver a sus hijos, de quienes han sido separados. Basta observar el desarrollo que ha tenido la lucha social por la igualdad de derechos entre géneros para comprender el motivo.
Sin lugar a duda, históricamente la mujer había sido subordinada al hombre, relegada a un papel secundario en una sociedad que tomaba como su centro a la figura masculina. Ello perjudicaba social, económica y políticamente a la mujer. Además, es indiscutible que la igualdad aún no ha sido alcanzada y que esos perjuicios continúan actualmente en mayor o menor grado.
Tampoco parece serio cuestionar que ha habido cambios significativos dirigidos a solucionar o, al menos, a paliar esos problemas. Desde el voto femenino hasta acciones afirmativas para lograr la representación paritaria, pasando por la promulgación de leyes tendientes a sancionar la violencia contra las mujeres: el esfuerzo por lograr el cambio es palpable.
Abusos. Sin embargo, en lugar de lograr la igualdad, las reformas parecen haber llevado a veces a situaciones institucionalizadas de abuso. Ello es palmario en el Poder Judicial. Por ejemplo, dicha rama creó la Comisión de Género, la cual, con cierta ironía, se encuentra integrada por 12 mujeres y dos hombres.
Más preocupante es el hecho de que una multitud de personas, principalmente hombres, se manifestara públicamente para acusar la existencia de una justicia y una legislación parcializadas, como lo hicieron el 7 de junio pasado, y que ello no merezca ni siquiera un comunicado de prensa de las autoridades judiciales o una investigación de las instancias encargadas de velar por la política de género. Sus pretensiones, valga acotar, distaban de ser disparatadas: en su mayoría, los manifestantes querían ver a sus hijos –un hombre casi nunca obtiene la custodia de los hijos en caso de divorcio– y reclamaban oportunidades verdaderas de pagar las pensiones alimentarias que les habían impuesto.
Parece ser, entonces, que el agresor ha pasado a ser el agredido. ¿Cuánto resentimiento y frustración puede generar en un padre el hecho de no ver a sus hijos durante años? ¿Cuánto odio hacia el sistema puede sentir alguien que fue encarcelado por no tener trabajo para pagar la pensión? ¿Necesitamos acaso otro movimiento pendular para llegar al centro?