El historiador y columnista del The New York Times , Roger Cohen, en su columna del pasado 15 de septiembre habla de un hombre tan liberal como él, y que, con su voto, llegó a ocupar la presidencia de Estados Unidos. No menciona el nombre de Barack Obama una sola vez, pero no queda duda de que es a él a quien se refiere en su artículo.
Cohen manifiesta un desasosiego y pesimismo, que es compartido en estos tiempos por una mayoría del pueblo norteamericano, según encuestas recientes. El artículo tiene importancia política porque se presenta inmediatamente antes del proceso electoral nacional de “medio término”, en el que se eligen toda la Cámara de Representantes y parte del Senado.
Pero lo que le da a su escrito un carácter más profundo es que Cohen despliega, en público, una emotividad inusual en los colaboradores de esa comedida sección de opinión. Un pesimismo casi inconsolable, expresado en un género literario en vez de periodístico.
Es una interesante lectura de cómo una situación circunstancial puede llevar a un sofisticado cosmopolita a caer en un profundo desánimo sobre la realidad actual de su país en el apogeo de su gloria.
Dice Cohen: “Eran tiempos de debilidad. La nación más poderosa del planeta estaba cansada de guerras en lejanas tierras; su voluntad y su tesoro público, mermados por la ausencia de victoria. La actitud de su pueblo era que el ingrato mundo se defendiera como pudiera porque su país tenía puentes que reparar y sistemas educativos que mejorar. Las guerras civiles entre árabes pueden enconarse. Y ¿qué? ¡Qué importa que los enemigos de nuestra patria maten a otros de nuestros enemigos; hay que atenuar el sacrificio de nuestros soldados! Las fronteras de Oriente Medio pueden desaparecer; después de todo, fueron líneas artificiales que marcaron los colonialistas en un mapa. Los chiitas pueden embarcarse en grandes batallas contra los sunitas, y los sunitas contra los chiitas; no habrá nadie que los detenga. Podemos abrigar la esperanza de que estas guerras terminen solas cuando ya no quede nadie que apriete un gatillo.
“Mientras tanto, el líder de la nación más poderosa del mundo se burla de su propia actitud ‘lánguida, retraída y profesoral’. Él reclama que no siempre fue así. Pero ya nadie lo exculpa. Esa apariencia de debilidad es la que él proyecta al resto del mundo. Se proponía alcanzar objetivos sin tener ningún plan para lograrlo. Se comprometía a una cierta política, pero no la cumplía. Además, no podía esconder esos defectos. En la forma en que el mundo opera, no se pueden esconder esas cosas. Mientras tanto, los enemigos de su país exploran y ponen a prueba su voluntad y determinación.
“Los aliados de nuestro país fueron descuidados hasta que los necesitó para enfrentarse a ‘decapitadores’ que hablan de un califato y que se otorgan a sí mismos el calificativo de un Estado. Fue hasta ese momento que palabras como ‘fuerza’, ‘arrojo’ y ‘decisión’ volvieron al vocabulario del líder. Pero encontró que el mundo y su patria ya estaban a la deriva. Se habían soltado las amarras de la nave del Estado por la retirada de la realidad que él mismo propició y por la resultante sumisión de la potencia dirigente. Encontró que las guías que la regían se habían hecho añicos”.