Un fantasma recorría Costa Rica: el fantasma de las tijeras de Ottón Solís. Se hablaba de ellas en todas partes. Que si, de repente, se hizo neoliberal (“el más neoliberal de los neoliberales”); que si, por favor, debía tener cuidado en no cortar donde no debía; que aprovechemos un espacio de Renovación Costarricense para meterle una cuña del riñón presidencial, y hacer yunta con quien sea y pararlas; que no le puede hacer eso a la DIS, institución benemérita, para que siga haciendo trabajo “comunitario”. (¡Ayyy, cosas veredes! –digo yo–, y desde el cielo debe de estar leyéndome Julio Rodríguez, con la sonrisa que tenía cuando ponía sus dedos en el teclado).
Impopularidad. Razón había de semejante revuelo. No hay tema que mejor le ponga las banderillas al toro desenfrenado del gasto público. Al intentarlo, Ottón Solís apechugaba con la impopularidad de aplicar recortes al presupuesto nacional más cacofónico y criticado de los tiempos modernos, y que llegó en el momento menos propicio. Su cruzada frugal se puso en el ojo del huracán, mientras a su alrededor se arremolinaban aplausos, condenas, suspiros y espantos.
Sabiendo el compromiso de no tocar impuestos en los primeros dos años de la Administración, esperábamos, viniendo de un gobierno del PAC, un proyecto de presupuesto minimalista. Era lo menos que se podía esperar, en ausencia de medidas que aumenten significativamente los ingresos públicos. La Magdalena no está para tafetanes. Pero lo que llegó fue un baldazo de agua fría: un proyecto que, más bien, incrementaba el gasto en un 19%, cinco veces más que la inflación programada, financiado en un 47% con endeudamiento, cuando ya la deuda pública ronda el 50% del PIB, y el pago de intereses y principal consume más de un tercio del gasto del Gobierno (más que educación, más que salud, casi más que cualquier otro rubro). Ese presupuesto proyecta un déficit del 6,7% del PIB, que aumentaría el endeudamiento por lo menos en ese porcentaje y que, con la degradación de la calificación de riesgo país, sería más costoso de financiar, consumiría mayor proporción del gasto, nos dejaría más endeudados y con intereses todavía más onerosos. ¿Quién detendrá y cómo, antes de que se vuelva avalancha, esa bola de nieve que amenaza con sepultar todas nuestras aspiraciones? “¡Oh! Y ahora, ¿quién podrá defendernos?”. ¡Yo puedo! –imagino que dijo Ottón Solís–, y agarró las tijeras. Pero ¿estaba realmente a su alcance hacerlo?
Nosotros, los de ahora, seguimos siendo los mismos. Estamos como estamos porque somos como somos. Nunca es grave nada, todo es superable siempre, nada es urgente, y, para eso, el nadadito de perro. Con el agua al cuello, nos declaramos contentos porque aún respiramos. Seguimos tranquilos, en negación total de nuestra vulnerabilidad. ¡Qué felicidad, en el país más feliz del mundo! ¡Pura vida!, o, mejor dicho, “esencial Costa Rica”. Si se va Intel, no es el fin del mundo, aunque lo parezca. Si se apiñan en la frontera las empresas que se van, vendrán otras. Si se degrada nuestra calificación de grado de inversión, es que no entendieron lo que estábamos haciendo.
‘Dialoguismo’. Quienes fueron electos para cortar el pastel, apostaron al diálogo. Y no les falta razón. Ese es un camino muy “tico”, políticamente correcto, que no podemos objetar. Pero el “dialoguismo” sin decisiones se puede volver un vicio. Vivimos en un país de perenne consulta y diagnóstico –no de decisiones, eso no–. Somos el país de las mejores buenas intenciones. Somos gente de recomendaciones de “notables”, que no seguimos; de diagnósticos interminables, sin cura a la vista; de medicinas de Perogrullo, aplicadas homeopáticamente. Un entonces ministro Ayales convocó al diálogo fiscal más amplio de nuestra historia, con propuestas en todos los órdenes de ingresos y gastos, para desfallecer, después, sin eco. No era el primero. A su predecesor le pasó lo mismo, sin tanto bombo consultivo.
Sabemos nuestras dolencias y las repetimos, cansinos, como quien cuenta quebrantos como tópico crónico de conversación. El precio de la energía es un consenso colectivo que no comenzamos ni siquiera a tocar. Los trámites que no se simplifican unen nuestras conciencias, en otro doloroso acuerdo masivo, sin mayores resultados. El reglamento legislativo, que todos sabemos que hay que reformar, sigue igual. La banca de desarrollo ganó todos los premios internacionales de mala práctica y lentitud de reforma. Los temas siguen ahí, amontonándose, para que sigamos “buscando consensos”. El tiempo apremia, en tanto, y nosotros seguimos campantes, esperando la pomada canaria que nos ponga de acuerdo a todos, porque… “estamos cerca del abismo, pero no en el abismo”, como dijo un relevante actor nacional, sin mencionar, esta vez, sus 101 razones.
Competitividad. Una noticia reciente rompe la pasividad reinante y nos convida al optimismo: el Gobierno reinstala, con renovado brío, un consejo nacional de competitividad. Es una excelente noticia de insospechable trascendencia.
Saludamos con entusiasmo esa iniciativa que preside el vicepresidente Helio Fallas. Es lo pertinente, ya que él dirige también el resorte más decisivo de la competitividad: las arcas públicas. Eso es congruente porque no tenemos, como México, Colombia, Chile, Uruguay y Brasil, márgenes presupuestarios que nos permitan fomentos fiscales al emprendimiento y la innovación, apoyos a la investigación, financiamiento de incubadoras y proyectos a gran escala de encadenamientos productivos. Nada de eso podemos hacerlo con un déficit fiscal en aumento y un endeudamiento público que nos acosa. De ahí que debemos comprender que el liderazgo del ministro Fallas en el Consejo de Competitividad se acompasa con el mejoramiento de las arcas públicas, sin el cual se iría al traste cualquier medida.
Pero, mientras tanto, a falta de acciones, recortes. No vemos otra. ¿Es eso o una nueva mesa de diálogo? El esfuerzo de Ottón Solís es una voz de alerta en un desierto de autocomplacencia. Asumió el costo político, también en su partido, de buscar medidas impopulares por la única vía que le dejaron abierta: sus tijeras. ¿ La comedia è finita ? Por ahora, pero ¿seguiremos jugando cerca del precipicio? Quedamos advertidos. En una de esas, el fantasma que nos acose ya no serán unas tijeras, sino Grecia.