Cuando se vislumbran nubarrones, comienza a hablarse de tormentas. Es apenas razonable, aunque más pertinente sería buscar refugio. Sin embargo, la narrativa social tiene una enorme importancia porque señala el peso que va adquiriendo una problemática en el imaginario colectivo. De ahí que la creciente preocupación de la ciudadanía sobre el cada vez más deplorable estado de la Hacienda Pública es augurio esperanzador.
Las acciones, que aún no llegan, están, al menos, precedidas por el desasosiego, rayano en la impotencia, de una conciencia social asustada que admite la existencia de una bomba de tiempo muchas veces advertida y que, ahora, con todo y su reconocimiento, nada ni nadie parecieran tener la capacidad de desactivar. Falta, confesadamente, capacidad de convocatoria, hay ausencia de liderazgos socialmente aceptados y no hay voluntad colectiva de concertación en lo trascendental y no solamente como eslogan de mercadeo político.
Pero, al menos, en todos los colores de la clase política se habla, sin tapujos, del problema fiscal. Quedaron atrás los desatinos de “estar cerca del abismo, pero no en el abismo”, como se dejara decir un presidente de la Asamblea Legislativa, quien, con ese mismo talante irresponsable, aprobó, por sí y ante sí, con condena posterior de la Sala Constitucional, un presupuesto con aumentos desmedidos en salarios que se convirtieron, desde entonces, en insoportable carga recurrente. No en vano fue ese mismo triste personaje quien criticó los cánones de ética de su propio partido.
Esa conducta pareciera haberse convertido en cosa del pasado. Los mismos que la protagonizaron quieren ser ahora anfitriones de la casa de los sustos. El déficit fiscal dejó de ser cantaleta premonitora de Casandras, que advertíamos el peligro, desde hace años, de una “crónica griega anunciada” ( La Nación, 10/5/2010). Hoy, el problema es casi universalmente reconocido. Eso es mucho en un país acostumbrado a vivir complacido de sí mismo, en una constante negación de sus falencias. Es parte de una idiosincrasia de autobombo, mimados como estamos por una historia que ha sido gentil con nosotros.
Juego de pelota. En Costa Rica, el déficit fiscal oscurece los horizontes, desde ya hace varias administraciones públicas. No es un problema nuevo, pero el juego de patear la bola ha ido haciendo cada vez más apremiante enfrentarlo y, como resultado, las finanzas públicas son cada vez más insostenibles. El presidente Solís ha llegado hasta a decir no tener fondos para atender programas sociales. Lamentable y criticado expediente ese, que hizo el chantaje de amenazar a los más necesitados para empujar un tema que fue agravado precisamente por sus mismas acciones como arranque de gobierno, hasta el punto de inaugurarse empeorando las calificaciones de riesgo del país y las condiciones de crédito internacional.
Ha variado, en cambio, el protocolo electoral, que niega, primero, que haya necesidad de tocar impuestos, para llamar a rebato, justo después, una vez en el cargo de la suprema magistratura, aliándose incluso con personajes de la acera de enfrente, como don Ottón Solís, eterno disidente, incluso de su propio partido, pero señor coherente, consecuente y preclaro en materia hacendaria.
Ahora la unanimidad aplastante del aspaviento fiscal impide que el populismo inveterado de nuestra clase política esconda en la arena su cabeza de avestruz o barra debajo de la alfombra un polvo convertido en lodazal. La narrativa discurre entonces en los usuales temas de aumentar ingresos y disminuir gastos, paradigmas complementarios, alternativamente ingratos y simplistas, dependiendo de la trinchera de los reclamos.
Extremos. Más impuestos para más ingresos es consigna usual y fácil para el gobierno y recortar el gasto público, bandera del sector privado, que no mide enteramente las consecuencias que tendría en la paz social y la legitimidad democrática. Pero ambos extremos son necesarios y urgentes y, con ello, parecería que la narrativa fiscal está acabada y que solo restarían definiciones puntuales, acuerdos concretos y voluntad concertada. Nada menos cierto.
Sin embargo, con recortes e ingresos, la solución meramente fiscal al problema hacendario, con todo y su necesidad y urgencia, es una narrativa trunca. ¿Y la producción? Esa es la convidada de piedra en este banquete de miopía. Cualquier aumento de impuestos que agrave las condiciones de la competitividad nacional tendrá consecuencias inevitables en una disminución de la inversión privada, mayores escapes de capital hacia Managua y un decrecimiento productivo endógeno que disminuiría los esperados ingresos provenientes de aumentos impositivos.
Por otra parte, disminución del gasto y recortes en inversión educativa, social y de seguridad ciudadana reducirán las competencias laborales, agravarán el ambiente social y el clima de negocios. Todo ello afectará nuestras ventajas comparativas para atraer inversión extranjera directa.
El problema estriba en asumir una narrativa integral, completa, acabada, que contemple las aristas fiscales usuales, pero las complemente con reformas estructurales profundas que se centren en mayor y, sobre todo, más sofisticada producción nacional, fuente, al fin y al cabo, de los ingresos fiscales. Es hora de un discurso de política productiva, sin el cual la materia fiscal se quedará siempre corta, como lo demuestra Grecia.
Se requiere, especialmente, un esfuerzo masivo, histórico y trascendental de aprovechamiento del caudal inmenso de inversión extranjera en nuestro suelo. La hora fiscal toca las campanas a programas agresivos de encadenamiento productivo de las empresas locales con las empresas exportadoras, especialmente de zona franca. La unanimidad política sobre la problemática fiscal esconde detrás de su narrativa inacabada, la cenicienta permanente de más de 30 años de apertura comercial: la producción nacional y su encadenamiento exportador a gran escala.
La autora es catedrática de la UNED.