El costo de cada voto se calcula siguiendo estándares internacionales, al dividir el total del gasto efectuado en una elección entre el total de electores inscritos.
Al ponderarse el electorado como un todo, debe entenderse que al país le cuesta lo mismo una elección donde votan todos los ciudadanos inscritos que en aquella en la cual –hipotéticamente– vote una persona. Dicho en corto: el abstencionismo no tiene un costo económico.
Las valoraciones sobre el abstencionismo, en su justa dimensión, deben centrarse en la conducta política que representa, no en su costo económico o presupuestario.
En este sentido, hay que recordar que en las elecciones municipales, al igual que en las nacionales, los votos en blanco y nulos no cuentan como válidamente emitidos. Estos no se suman al candidato más votado ni tampoco cuentan para el cálculo de umbrales o barreras mínimas de participación, como lo es el subcociente.
Los votos nulos y en blanco son reportados como una cifra y una estadística más. Aunque políticamente estos votos pueden representar una voz de protesta, la cual el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) escucha por igual, jurídicamente hablando, tienen el mismo efecto que quedarse en la casa y no ir a votar.
En nuestro país, votar es escoger, y esa escogencia solo puede darse entre las opciones dispuestas para ello.
Precisamente, esa elección abona a que el valor del voto que importa en democracia es su peso político y fuerza igualitaria, ambos garantizados por su carácter secreto, no por su costo en moneda de curso.
El autor es magistrado suplente del TSE.