La historia y origen del gallo pinto son poco conocidos. Muchos países reclaman la cuna del popular platillo, del que encontramos diversas versiones en Centroamérica. En Panamá también se prepara, aunque la versión más conocida allí es con frijol gandul (frijol de palo), igual que en Puerto Rico y República Dominicana. En otros países del Caribe está la famosa versión del “rice and beans”, que bien se conoce en Limón, aunque difiere porque la cocción del arroz, los frijoles y el coco es simultánea. Hay diversas versiones con distintos nombres en otros países, desde México y las Antillas hasta Ecuador y Brasil. Colombia tiene su versión en el “calentado paisa”.
Pareciera muy difícil determinar a quiénes se les ocurrió primero mezclar y condimentar los dos ingredientes, por lo que precisar el verdadero origen de la receta es difícil. Es probable que más bien sea una mezcla espontánea, casi natural y que, por lo tanto, haya surgido independientemente en diversas culturas. El gallo pinto se conoce en Costa Rica desde la Colonia y recibía distintos nombres: revuelto, arroz sucio (los caribeños tienen otro platillo al que denominan igual) o –como lo llamaban en San Sebastián, al sur de San José– tentempié. Era muy usado en las fiestas, acompañado siempre de aguadulce.
Pero lo que sí puede reclamar Costa Rica como propio y original es el nombre de “gallo pinto” para este platillo. Alguna vez oí la versión de que se originó en Puriscal y que el nombre obedecía a su apariencia, que la mezcla del arroz con los frijoles, especialmente cuando son rojos, da la impresión del plumaje de un gallo pinto.
En San Sebastián. Sin embargo, esa no es la verdadera historia. Mi mamá mantenía que el nombre se originó en su tierra, San Sebastián, a principios del siglo XX. Era tradición entonces que la gente no se invitaba a las casas, sino que las familias de vez en cuando decidían ir por propia iniciativa a visitar a familiares y amistades. Dado el problema de las comunicaciones, normalmente estas visitas eran de sorpresa para los anfitriones pues no había forma de anunciarse. Lo más frecuente era que los amigos de lejos se visitaban para las fiestas patronales.
No era anormal, más bien se esperaba, que el día del santo llegaran amigos desde otros lugares del país, algunos no tan lejanos. Para el 20 de enero, día de san Sebastián, los lugareños sabían que debían alistar suficiente comida para las visitas inesperadas. Desde luego que la base de todo era el tentempié, pero, además, la familia trataba de lucirse con cosas no de diario, como una grasosa sopa de mondongo, frito de cabeza, pozol o sopa de asadura, sin faltar abundantes tortillas y diferentes picadillos, entre ellos el de arracache con chicasquil (es extraño que las nuevas generaciones no coman esta hoja tan sabrosa y tan abundante), el de chayote con carne de olla, el de vainica con raíz de chayote o el de papa con chorizo. Solo las familias muy pudientes se daban el lujo de servir gallina (el pollo como tal era casi desconocido) pues era cara.
Por el Tiribí. En cierta ocasión, contaba mamá, don Bernabé (de cuyo nombre no estoy seguro y cuyo apellido desconozco), uno de los escasos vecinos de esta localidad cerca del río Tiribí, desde principios de diciembre andaba feliz anunciando que para los tamales de Navidad iban a matar tres gallinas, pero que, eso sí, el gallo pinto lo iba a reservar para matarlo el 20 de enero pues era una promesa que le había hecho al santo patrono. Repetía la historia con gran orgullo a cuanto cristiano encontraba y, desde luego, no se sabe si en su euforia los invitaba o sus interlocutores la interpretaban como tal.
El tan esperado día de la fiesta patronal, probablemente movidos por la tentación de dar una probadita al famoso gallo de don Bernabé, el número de visitantes se multiplicó. Las acongojadas cocineras no sabían cómo hacer que rindieran las raciones y, como defensa natural, aumentaron la cantidad de arroz y frijoles para tener algo que servir. Los más afortunados, probablemente los más allegados, probaron una minúscula parte del ave tan esperada. El resto de los parroquianos, la inmensa mayoría, fueron atendidos a puro tentempié con huevo frito (valga señalar que no era nada despreciable pues los huevos también eran bastante caros). Si bien nadie se quedó sin comer, la mayoría tuvo que satisfacer su apetito con arroz y frijoles revueltos y refritos en manteca de chancho. Como era de esperar, aquello desató los más variados comentarios. Como chota, se preguntaban unos a otros “¿Fuiste a comer gallo pinto donde don Bernabé?”. Y, claro, desde entonces al tentempié lo siguieron llamando, en tono burlesco, “gallo pinto”. Muy pronto el nombre se extendió a todo el país.
Me he dado cuenta de que esta historia, que parecía ser bien conocida por los coetáneos de mi madre, es ajena a la mayoría de la población. Valga la ocasión para recordarla.