La reacción de algunos medios de comunicación, una buena parte de la ciudadanía y algunos formadores de opinión cuando se hacen acusaciones a figuras públicas, como por ejemplo sucedió recientemente en la Asamblea Legislativa, confirma que en el país se ha venido configurando un clima peligroso, en el que algunos principios básicos para la convivencia se ven amenazados por una propensión nacional a disparar primero y preguntar después, e incluso, en algunos casos, simplemente a disparar sin preguntar nada.
La opinión pública, ese ente oscuro con valores aparentemente adaptables, normalmente emite juicios ligeros desde una perspectiva superficial, sin contar con todos los elementos necesarios. Obviamente cualquier conclusión a la que se llegue de esta manera es incompleta y parcial, y seguramente a ninguno de los anónimos miembros de ese colectivo le parecería justo que se le condenara de la manera expedita y desproporcionada con la que ellos suelen condenar a cualquier figura pública, desde políticos hasta deportistas. Pero eso no impide que, de manera cada vez más atrevida, se siga sentenciando gente, sin entender que, por ejemplo, desdeñar el debido proceso es un peligro para todos.
Deslegitimación. Más inquietante aún es que en esta coyuntura algunos medios de comunicación y analistas se dediquen a reformular educadamente los argumen- tos populares, renunciando a la posibilidad de corregir y de educar a una masa desbordada, que en muchos casos se esconde detrás de acusaciones temerarias para desviar la atención y evitar que se juzguen su propias falencias, tanto cívicas como morales. Los ratings, por un lado, y mantener el acceso a cámaras y micrófonos por otro, parece ser lo que motiva a estos medios y analistas, quienes, sin embargo, comparten la certeza de que la deslegitimación de otros actores sirve para apuntalar su propia posición en la sociedad.
Todo esto se ha combinado para producir una transmutación de valores en la que ser prudente es no tener carácter, oficializar rumores hablando de ellos públicamente es muestra de decisión y firmeza, no de ligereza e insensibilidad; ser agudo y perceptivo es reelaborar sofisticadamente los excesos populares, sin tratar de rebatir juicios que son tan equivocados como generalizados.
Temeridad. Se ha impuesto una lógica que parece sustentarse no en la fortaleza o rigurosidad de los argumentos, sino en los decibeles con que se expresan, y en la temeridad de las acusaciones que se hacen. Desafortunadamente, estos son los argumentos que terminan en el centro del debate, con el agravante de que nadie quiere ponerle el cascabel al gato y señalar los abusos que recurrentemente se cometen. Peor aún, los razonamientos mesurados que pretenden esclarecer y rebatir, y no necesariamente confirmar las creencias populares, no encuentran espacio para ser expresados, no solo porque normalmente ser riguroso requiere explicaciones equilibradas –lo que parece incompatible con el formato de la información transmitida por algunos medios actualmente–, sino, además, porque cualquier reflexión que se contraponga a esa “sabiduría” popular es, de entrada, sospechosa, signo de una posible complicidad o derivada de una ética cuestionable.
Detrás de esta actitud nacional hay una intolerancia preocupante, espoleada precisamente por políticos fundamentalistas que han hecho su carrera tratando de erigirse en referentes morales por medio del ataque generalizado a todo el que no comulga con sus ideas.
Impera un cinismo descarnado que permite juzgar con un doble estándar: un político acusado no hace más que confirmar lo que siempre se ha sospechado de él, por lo que puede ser lapidado públicamente sin derecho a una defensa justa, no importa si el ciudadano acusador es también un acosador, un agresor y un corrupto, presto a evadir sus responsabilidades hacia la colectividad, y dispuesto a ignorar ciertas salvaguardas que lo protegen de los abusos del poder.
Por supuesto que la indignación se justifica en ciertos casos. Pero nada justifica la intolerancia.