Una actividad que me gusta hacer en mis ratos de ocio es visitar las ventas de libros de segunda mano, que aquí en México llaman "librerías de viejo", y con esto nunca me ha quedado claro si lo de viejo es por los libros y revistas que ahí hay o por algunos de sus usuarios. La mayor concentración de ellas está en el Centro Histórico, en las calles de Palma y Donceles, aunque se pueden encontrar desperdigadas en otras partes de la ciudad. Una vez que se ha adquirido el gusto por ellas, encontrar y revisar otras librerías se torna un pasatiempo. Sin embargo, repito, las del Centro Histórico resultan las más atractivas, no solo por el material libresco sino también por el escenario, en esas calles y edificios centenarios, con pátina urbana de siglos. Es un ambiente más bien cerrado, algo claustrofóbico, tan distinto del espacio abierto, al aire libre, de los puestos de libros de viejo en las márgenes del Sena, en París, o, sin ir tan lejos, en La Habana de los últimos años, con sus puestos callejeros de "libros de uso".
Creo que mi gusto por los libros viejos empezó en mi adolescencia, cuando revisaba la biblioteca de la Sociedad Teosófica, en San José, sus colecciones de revistas de la primera mitad del siglo como Virya o La Estrella de Oriente, los libros de Mario Roso de Luna, las ediciones teosóficas españolas de antes de Franco, con su equipo de traductores de primera fila "nucleados" alrededor de la revista Sophia: Francisco Montoliu, José Xifré (quien había conocido personalmente a Madame Blavatsky), Federico Climent Terrer, entre varios.
Sin embargo, quien me enseñó el arte del buceo en las librerías de viejo fue mi amigo Eduardo García Aguilar, colombiano de corazón aunque de vida errante, quien, sin embargo, quedó atrapado en la tentacular ciudad de México hace más de quince años, quién sabe por cuánto tiempo. Solemos ir juntos a visitar las lóbregas librerías y revisar sus anaqueles cargados de decadentes racimos de letras. Lo llamo a su oficina en la Torre Latinoamericana, donde trabaja como periodista --aunque sea más bien escritor pero, ya se sabe, de la literatura pocos viven, por lo que hay que acudir a otros trabajos para comer--. Convenimos el día y la hora en que iremos a explorar la jungla de papel. De aquí saldremos victoriosos con nuestros trofeos, que no son pieles de tigre o cuernos de marfil sino, por ejemplo, primeras ediciones de Amado Nervo, novelas hoy olvidadas del guatemalteco Gómez Carrillo o una vieja edición en español de la novela ocultista Zanoni, de Bulwer-Lytton. Están también los libros en otras lenguas y, al bucear en el anaquel francés, se encuentran novelas de Goncourt, de Zolá, de Huysmans, y hasta una edición decimonónica de Dogme et Rituel de la Haute-Magie, de Éliphas Lévi.
Ante la vista de esos libros viejos, yo me pregunto sobre sus propias historias, sus diferentes dueños, los caminos por los que llegaron a esos anaqueles. Por ejemplo, tengo en mis manos una edición ilustrada y empastada de Salammbô, de Flaubert. La edición es francesa, sin fecha de publicación. Se ve de principios de siglo y tiene escrito a lápiz la sentencia: "París. Septiembre de 1936". La letra es bonita. ¿Quién estuvo en París en esa fecha? ¿Hombre o mujer? ¿Viaje de placer, exilio, trabajo, estudio? Muchas preguntas surgen. Las pastas del libro están deterioradas, en unas esquinas están chamuscadas, como si hubieran escapado de un incendio. Más misterio...
Hay autores que prácticamente sólo se consiguen en librerías de viejo, como el ya mencionado Gómez Carrillo, de quien he obtenido no solo sus novelas sino sobre todo sus libros de crónicas de viajes: a Japón, a Jerusalén, a Egipto, etc. Sin duda que este escritor guatemalteco es uno de los mejores prosistas del modernismo de fines del siglo pasado y principios de este. Algunos autores son de librerías de viejo sólo por un tiempo, mientras son recobrados en nuevas ediciones. Así me pasó con Aleister Crowley, el mago, poeta y novelista inglés. Sabía que Somerset Maugham había escrito una novela cuyo principal personaje estaba basado en Crowley. La novela se titula precisamente El Mago. Como Somerset Maugham es un autor que abunda en las librerías de viejo, me puse a repasar sus múltiples novelas, sin encontrar la que buscaba. Así lo hice en varias ocasiones, sin obtener buenos resultados. Un día en que insistí sin mayor expectativa, me encontré, para mi gran sorpresa, un ejemplar de The Magician. Había pertenecido a alguna biblioteca institucional, pues estaba clasificado, incluso tenía su tarjeta, y con una cuchilla habían cortado el nombre de la institución. ¿Quién lo había robado? ¿Tan importante le resultaba el libro como para sustraerlo? Otro día, al revisar los estantes esotéricos, me encontré un ejemplar de la novela de Crowley, Moonchild, la que me apresuré a comprar. Atrás alguien había escrito: "Crete -c/o Amer. Exp. Athens". O sea que el libro había estado en algún momento en Grecia... ¿American Express?
También en Costa Rica he tenido mis gratas sorpresas en librerías de viejo, como El Erial y otras que han florecido recientemente. Por supuesto que la mayoría de sus libros son más bien nuevos, es raro encontrar libros realmente viejos. Ahí encontré Roma. Leggenda, Storia, Civilta, de Filippo Clementi, de 1945, con una dedicatoria en italiano para Luis Demetrio Tinoco, un libro hermosamente ilustrado. También hallé un ejemplar de la primera edición (¿la única?) de A lo largo del corto camino, de y sobre Yolanda Oreamuno, que me valió la amistosa envidia de Alfonso Chase, cuando se lo conté.
Más recientemente encontré un volumen empastado que llevaba el título "Diana y Troyo", que reunía dos libros: Atardeceres, de María Ester Amador, alias Clara Diana, y Topacios (cuentos y fantasías), de Rafael Angel Troyo (abuelo del dramaturgo y novelista Daniel Gallegos). Ambos libros son de antes de 1930: el de Troyo es de 1907, el otro es de 1929 ó 1930. A Troyo ya lo conocía y había leído varias cosas suyas, cuentos y viñetas preciosistas aislados, no en forma de libro. Debo decir que lo que más me ha gustado hasta ahora es su novela Corazón joven. Por su parte, el libro de Clara Diana resultó una verdadera revelación pues nos muestra a una escritora con todas las de ley, muerta muy joven en 1928, pero cuyo legado literario fue publicado con prólogos de Carmen Lyra y de Carlos Luis Sáenz. Clara Diana aparece así como una de las pocas escritoras modernistas costarricenses, junto con María Fernández de Tinoco, alias Apaikán. Que yo sepa, nadie conoce a Clara Diana, lo que es una lástima, dada su valía literaria. Habría que resucitarla. Busquemos a un Dr. Frankenstein de la crítica.
En fin, sirvan estas líneas para hablar y divagar sobre mi entusiasmo por los papiros empolvados que encuentro en los anaqueles de esta otra Biblioteca de Alejandría, dispersa en tantos rincones del mundo en forma de librerías de viejo.