Es irritante y escandalosa la noticia de que a la enseñanza privada se le giran al año, atolondradamente, sin orden ni concierto, sin criterios preestablecidos y sin rendición de cuentas, hasta ¢7.000 millones de fondos públicos.
Ese asunto toca aspectos esenciales concernientes al control y a la responsabilidad de los poderes públicos, y poco serio suena que la situación se pondrá a derecho mediante la firma de convenios entre el Ministerio de Educación y las entidades beneficiarias. ¿Debemos aceptar pacíficamente que echen tierra a la piñata del pasado?
Un profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona y diputado por Tarragona, el doctor Francesc Vallès, señala en su tesis doctoral Control externo del gasto público y Estado constitucional: “En la actualidad no es posible imaginar un Estado constitucional sin un control eficaz de la gestión de sus fondos públicos. La garantía de un control financiero independiente es, pues, hoy en día, inseparable de la idea misma de democracia política”. (Un resumen de la tesis se puede consultar en Auditoría Pública, revista de los Órganos Autónomos de Control, N° 28, Madrid, 2003).
No es beneficio. Se ha dicho que el Estado otorga esos beneficios a la enseñanza no estatal con fundamento en el artículo 80 constitucional –quizás el más corto de palabras, que no de significado–, que reza: “La iniciativa privada en materia educacional merecerá estímulo del Estado, en la forma que indique la ley”.
Salta a la vista que el “estímulo” no es un beneficio patrimonial pues, cuando el constituyente así lo quiso disponer, se refirió a “contribuciones” (arts. 73, 75, 96, 121.13 y 177). El término “estímulo” se repite en cuanto al sector turístico (art. 85.h.1 del Reglamento de la Asamblea Legislativa) también en los programas del IMAS y en alguna normativa laboral, y en ningún caso se refiere a erogaciones de dineros públicos.
Esa conclusión viene fortalecida por la propia ley orgánica del Ministerio de Educación, cuyo artículo 4 prescribe: “Corresponde al Ministerio coordinar e inspeccionar la educación que se imparta en todo centro docente privado, así como la vigilancia administrativa de toda forma de estímulo que el Estado brinda a la iniciativa privada en materia educativa”.
Queda claro, entonces, que el estímulo puede adoptar distintas formas. Por eso, subrayamos, la Constitución se refiere al que se da “en la forma que indique la ley”.
Renuncia. El responsable directo del control de los alicientes al sector educacional privado, sin que esto reste responsabilidad a la Contraloría, es el Ministerio de Educación, que, por lo que ahora se sabe, renunció a ejercer el mandato legal de “la vigilancia administrativa” de unos “estímulos” equivalentes a donaciones de fondos públicos a favor de particulares.
Por su parte, en mayo del 2005, la Contraloría dictó un reglamento sobre la materia general de los “beneficios patrimoniales (públicos), gratuitos o sin contraprestación alguna” a entidades privadas, lo que, de todas formas, por el principio de reserva legal, no puede legitimar las donaciones ni pasadas ni futuras al sector educativo privado.
Ahora bien, la Ley contra la corrupción y el enriquecimiento ilícito en la función pública, del 2004, otorga facultades a la Contraloría para declarar la nulidad de los actos administrativos derivados del fraude de ley, realizados en perjuicio de la Hacienda Pública, y, desde luego, para sentar las responsabilidades del caso (art. 6).
El asunto quizá sea de la competencia de la “jurisdicción penal de Hacienda y de la función pública”, de reciente creación. Repárese en que la ley tiene, como componentes de la Hacienda Pública, a “los sujetos de Derecho Privado, en cuanto administren o custodien fondos públicos por cualquier título”.
Reiteremos la máxima del joven profesor español: “En la actualidad no es posible imaginar un Estado constitucional sin un control eficaz de la gestión de sus fondos públicos”.
El asunto no parece ubicarse en un vacío legal, asunto profusamente invocado para justificar las más sombrías fechorías de los últimos tiempos en nuestro país, ¿o sí?