“Nosotros dejamos el dólar a 20 escudos y Allende lo puso al 2.500. La inflación… la situaron en la cifra real del 600%. Un pollo, que valía 80 escudos, llegó a valer en 1973 1.500 escudos. Todo estaba estatizado: los bancos, las industrias, las minas, la agricultura y, antes del golpe, estaban por estatizar los quioscos de periódicos para impedir que circulasen los no marxistas. No hubo reforma agraria. Las guerrillas armadas iban al campo y se apode- raban en nombre del Estado, por la violencia, del terreno que querían. Hubo nacionalizaciones.
“El comercio era suyo… se creaba un ejército clandestino paralelo… el marxismo, con conocimiento y aprobación de Salvador Allende, había introducido en Chile innumerables arsenales que se guardaban en viviendas, fábricas y almacenes. El mundo no sabe que el marxismo chileno disponía de un armamento superior en número y calidad al del ejército, un armamento para más de 30.000 hombres, y el ejército chileno no pasa normalmente de esa cifra. La guerra civil estaba perfectamente preparada por los marxistas. Y esto es lo que el mundo desconoce o no quiere conocer. Este país está destruido”. Estas no son las palabras de un desinformado fanático de una derecha totalitaria. Así se expresó Eduardo Frei Motalva, electo presidente de Chile en un proceso libre y democrático.
En primer lugar. Después de 1973, se inició la reforma del proceso totalitario y empobrecedor de Allende, y Chile se deshizo del estatismo económico y fomentó políticas de libre mercado, incorporándolas en una nueva Constitución aprobada en 1980 y que ha sufrido pocas enmiendas que no afectan su dirección económica, sino que tienen que ver, más bien, con reformas electorales. Hoy, menos de medio siglo después del desastre de Allende, Chile tiene una economía en la cual el PIB crece aproximadamente un 6%, el ingreso per cápita es tres veces superior al de Costa Rica, el porcentaje de pobreza es del 18,8%, la inflación se mantiene entre el 2% y el 4% y la inversión extranjera es de más de $7.000 millones al año. Y en relación con Latinoamérica, Chile está en primer lugar en cuanto al índice de libertad económica (decimocuarto lugar entre 157 países del mundo), en competitividad, en índice de libertad (vigésimo lugar entre 130 países del mundo), de primera en transparencia (baja tasa de corrupción), en tecnología, en facilidad de acceso a su economía y en el índice de globalización mundial. Está segundo, después de Costa Rica, en cuanto a la libertad de prensa.
Un poco menos de medio siglo es nada en la historia de las naciones y esa calidad de cambio ocurrió en Chile durante ese corto período. Siempre me ha llamado la atención que, mientras que en su oportunidad se le llamó “el milagro alemán” a lo que sucedió en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, no he escuchado a nadie que le llame milagro a lo que sucedió en Chile. Tengo la sospecha de que llamar “milagro” a la reforma chilena puede obligar a reconocer que este prodigio se gestó durante la dictadura de Pinochet y su régimen represivo.
Práctica profana. Por lo anterior, en el mundo de mentiras en que vivimos, había que reprimir la realidad, esconderla, negarla que es, por cierto, una tradición muy latinoamericana y que difiere de la de los puritanos de Nueva Inglaterra que pensaban que el deber del hombre era ser fiel a su Dios y esa fidelidad significaba respetar la verdad y rechazar la hipocresía y la falsedad. Pero en la práctica profana, negar realidades no altera la realidad.
La negación es un débil y dañino mecanismo de defensa del ser humano, que es explicable porque resulta innegable que durante el régimen de Pinochet existieron violaciones de los derechos humanos y ejecuciones de opositores. Se pagó un alto precio por el milagro económico, político y cultural de Chile. Pero existe todavía un enigma adicional que está pendiente de explicar. ¿Se podía reconstruir el país destruido, negociando o razonando con Allende y las fuerzas totalitarias que desató?