En su libro Casada con una leyenda , doña Henrietta Boggs narra dos impresionantes momentos de los primeros días que ella y don Pepe Figueres pasaron en el exilio, en 1942: uno en El Salvador y el otro en Guatemala, países que visitaron antes de radicarse en México.
En el primero, invitado a visitar una plantación de cabuya, don Pepe provocó el estupor de sus anfitriones cuando se alejó de ellos para dirigirse al sitio donde, dedicados a sus labores, estaban varios peones. Le había llamado la atención que la variedad salvadoreña de cabuya fuera más corpulenta que la conocida por él en Costa Rica e hizo lo que cualquier finquero tico habría hecho: pedirles, respetuosamente, información a quienes podrían suministrársela, por muy humildes que parecieran. No había notado, o había ignorado deliberadamente, el hecho, de que los terratenientes tenían apostada alrededor de la casona una hueste armada con el fin de mantener alejados a los trabajadores –o, mejor dicho, a los siervos– de la plantación. Así que el acto natural de quien años después sería presidente de Costa Rica fue considerado por sus anfitriones una temeridad que, según ellos, había puesto en peligro la integridad física de todos.
En Guatemala, se trató de la visita a una plantación de café. Para doña Henrietta, y seguramente también para don Pepe, fue chocante la escena que tuvo lugar al atardecer de un día de trabajo, cuando los peones de la finca se colocaron en fila, con las manos formando un cuenco, para recibir su paga diaria que consistía en la cantidad de frijoles que pudiera caber en aquel recipiente de carne y hueso, un chile (no recuerdo si dulce o picante) y una moneda de diez centavos.
Tal vez fue una torpe simplificación, pero tras leer aquellos relatos pensé que los finqueros costarricenses como don José Figueres pertenecían a una especie totalmente diferente, y por ello mejor, a la de los terratenientes salvadoreños y guatemaltecos, y que aquella diferencia explicaba en parte la diversidad de suertes que la segunda mitad del siglo XX les depararía a las tres sociedades centroamericanas.
Debemos preguntarnos hora si, en nuestros días, el comportamiento político, social y económico de la clase dominante costarricense, en muchos sentidos heredera de los finqueros representados por don Pepe, no se va pareciendo cada vez más al de las clases dominantes salvadoreña y guatemalteca, herederas en todo sentido de aquellos terratenientes poseídos por una insensibilidad feudal que tanta re- pugnancia les causó a doña Henrietta y a don Pepe.