Nuestra época, que en los discursos filosóficos parece indecisa entre la racionalidad cientificista y el hedonismo irracional, vive en realidad la paranoia y la pérdida de sentido. Miles de cosas realmente importantes permanecen aún sin solución: hay muerte, guerra, enfermedad, hambre y miseria. Mientras, seguimos buscando rumbo, lamentándonos de que nada es como antes. Extraña que la presencia de los que sufren no nos ayude a definir mejor nuestros horizontes mentales. La mirada hacia nosotros mismos parece absorbernos tanto que los miles de necesitados reales no se constituyen en verdaderas interrogantes de nuestras vidas. Sorpresivamente nos esclavizamos en la trivialidad del consumo, tratando de encontrar allí la solución para las ansias de felicidad.
Esto cuestiona nuestra sensatez: ¿Acaso no somos lo suficientemente inteligentes para darnos cuenta que nos destruimos con demasiada facilidad? ¿Qué impide que la conciencia tome las riendas que dirigen nuestros razonamientos? Las respuestas parece que se encuentran en las imágenes ilusorias que hemos creado acerca de la realidad. La condición necesaria para que el sistema social funcione es la compulsión del consumo. Pero, para que alguien quiera conseguir algo, tiene que estar convencido acerca de su utilidad. La publicidad, empero, va más allá: cada mercancía se ofrece como un absoluto, como la respuesta total a las inquietudes humanas.
Es cierto que el poseer, en la gran mayoría de los casos, resuelve alguna carencia concreta, pero no garantiza la superación de las interrogantes más existenciales, ni termina por satisfacer todo deseo. Por eso, se vuelve a abrir el espacio para generar otra vez vacíos, que exigirán nuevas respuestas y se creará una nueva mercancía que se publicitará como imprescindible.
Superficialidad. El círculo vicioso que se recorre continuamente nos desorienta ya que las preguntas profundas de la vida se responden desde la superficialidad de miles de objetos producidos para satisfacer deseos. Empero, hay una clase de mercancía que hoy es más buscada: los pseudorrazonamientos que ofrecen sentido a la vida. Su característica principal es que sirven para cualquier persona o situación, para cualquier época o edad. Son incuestionables, por estar fundamentados en lo emocional, y requieren el mínimo de compromiso para conseguir la felicidad que dicen ofrecer. Para hacerlos más atractivos, algunos se disfrazan de “libertad de pensamiento” o de modernismo. Otras ofertas asumen los ropajes de lo religioso, omitiendo –por supuesto– los incómodos diálogos con la propia conciencia en el silencio de la reflexión delante de Dios. En fin, definir la orientación de la vida se ha convertido también en cuestión de oferta y demanda, de mercado.
Se obvia la carencia de compromiso con valores o ideales, evadiendo así las renuncias inevitables cuando se quiere actuar con rectitud de conciencia. El sentido de la vida es hoy un producto de consumo más. Todo esto conduce a otra pregunta: esta nueva situación ¿ha hecho que el ser humano sea más feliz? Lamentablemente las sonrisas de satisfacción que vemos en la televisión parecen desdibujarse ante la realidad humana de dolor que aparece en las noticias. A menos que esos cuadros tan terribles ya no representen más para nosotros que la dosis diaria de tristeza, mercadeada por una sociedad esclavizadora de la conciencia.