Comer un buen platillo puede ser como leer. Una comida bien pensada y elaborada con precisión puede ofrecer una página distinta en cada milímetro, un capítulo abierto en el paso de un plato a otro.
Se ha abusado de esta analogía en el pasado, pero sigue siendo útil cuando un bocado de carne esparce la complejidad de su salsa por todo el paladar. Más sentidos se sienten invadidos que al tomar un libro entre las manos, pero el estímulo intelectual se aúna al emocional y ahí, en una discreta mesa de restaurante, nace la poesía.
Claro, hay tanta mala comida como mala literatura; hay comida saturada de ingredientes dañinos en la calle o restaurantes irresponsables tanto como hay libros perniciosos difundidos hasta en la Asamblea Legislativa.
Por otra parte, la buena comida sale muy cara y los libros casi todos valen lo mismo; hay que invertir en prepararse para leer lo más complejo, así como los platillos más vanguardistas pueden intimidar como un texto filosófico. De todos modos leer mucho no es siempre leer mejor.
Sin embargo, al final, al toparse los ojos con esa apretada conjunción de letras de un menú sofisticado, el deleite por ese nuevo lenguaje asalta al cuerpo. Quiero probarlo y entenderlo; quiero degustar mi ignorancia, educar mi gusto.
No hay mejor lugar para descifrar la comida que México, un laberinto de crónicas que también aglutina poemario tras poemario en la forma de tacos, chilaquiles, tortillas y tamales.
Hace unas semanas, sendas visitas a dos librerías privilegiadas ofrecieron un vistazo al lado vanguardista de la literatura gastronómica mexicana: Pujol y Quintonil, dos de los 50 mejores restaurantes del mundo y el cuarto y el sexto de América Latina, respectivamente (según The World’s 50 Best Restaurants, de la revista Restaurant, lista patrocinada por las aguas S. Pellegrino y Acqua Panna).
Para un lector comelón, la mesa soñada, claro. Pero vivir un sueño puede ser intimidante. ¿Quién se quiere arriesgar a verse superado por las propias fantasías?
Hierbas complicadas
Vamos al grano: claro que sí, menú de degustación, y claro que sí, con maridaje, decimos en Quintonil. La invitación, realizada por la distribuidora de las aguas premium en Costa Rica, ha sido para “vivir la experiencia S. Pellegrino”. Pues lo probaremos todo.
La casona de Quintonil parece por dentro el jardín más elegante en la zona de Polanco (la más exclusiva de una capital hiperbólica). Oculta el elaborado pensamiento contenido en su menú tras una apariencia casual. La mesa puede parecer pequeña, pero un mesero realmente profesional sabe abrirle espacio a cualquier cosa que uno pida.
Así que empezamos con un cebiche de nopales curados en sal, jugo de betabel y naranja. Todo en Quintonil es verdor: su ambiente, su motivación. El cebiche rebosa diversión, con acentos florales y refrescante y ácida textura. Tortillas al lado ofrecen al comensal oportunidad para el tradicional error del turista, estimar mal sus resistencia al habanero (una función clave del agua gasificada: limpiar el paladar, prepararlo).
Quintonil, abierto en el 2012, es la más reciente sensación culinaria de México; su chef, Jorge Vallejo, es joven y amante de las hierbas. Viene de la escuela de Enrique Olvera, creador de Pujol y punta de lanza de una ola de renovación de la cocina mexicana.
Se nota en el siguiente platillo, superada una nueva invasión a la lengua cortesía de más habanero. Es una obra maestra en miniatura: lengua de res con cúrcuma y una docena de especies de un sabor concentradísimo, revelado con imponente firmeza al primer bocado.
La compañía del vino, un Laberinto de San Luis Potosí, habla ya de la feliz compañía que puede hacer un profundo conocimiento de lo autóctono con el estímulo a la experimentación. Nadie piensa en San Luis Potosí cuando piensa en vinos, pero, ahí está, perfumado maridaje para una cocina enraizada en el conocimiento profundo del pasado y enfocada por el más atrevido presente.
Los mejores platillos de Quintonil resumen su estrategia, como una tártara de aguacate tatemado con escamoles (huevos de hormiga), espolvoreados con polvo de espinaca y cenizas de cebolla. Es el tercero de una docena de platillos y ya vamos por el tercer vino; de nuevo, pienso que sin el delicado reset del agua sería imposible leer las múltiples páginas de estos platillos.
Son letras apretadas las de este libro: el mosaico de pulpo en salsa de tomatillo y crema ácida puede lucir discreto, pero su sabor es penetrante y absolutista, sin que por ello deje de cederle espacio a las notas de hierbas y texturas contrastadas de sus ingredientes acompañantes. En un centímetro hay una historia sobre el mar y sus bondades: la mente viaja.
En la mesa de al lado, los turistas cambian el lente de su cámara para sacar la mejor foto a su platillo. Supongo que eso nos da permiso para llevarnos a Instagram nuestra propia comida y sin vergüenza alguna: los colores del cordero de Malinalco (con hoja santa, chapulines, mole y hojas estofadas) exigen su registro por aventurados. Atrevido también es el sabor, penetrante y complicado, más agresivo que los otros platillos.
Al llegar la nieve de nopal, preámbulo de la despedida, el vino al fin se ha terminado, con una cerveza blonde ale de San Miguel de Allende en medio. Poco nos preparó, sin embargo, para un bizcocho de cuitlacoche (el hongo del maíz) con crema y nicuatole, postre que se derrumbaba en la boca entre múltiples tonalidades de sabor a maíz.
Uno piensa en el elaborado lenguaje que se ha hecho necesario para nombrar estos ingredientes, que por supuesto en la calle y en los pueblos se ven muy diferentes. Un diccionario de la comida mexicana está condenado a la insuficiencia. La lengua, por suerte, no pregunta por etimologías.
Raíces sabrosas
El primer consejo para el turista mexicano es probarlo todo: aventurarse a las taquerías repletas y a los mercados, acercarse a las fondas tradicionales y a la paleta multicolor del terruño.
Con bajo presupuesto y muchas ganas, se puede probar en México una variedad de sabores únicos en el mundo. Restaurantes que acercan la tradición culinaria local a tendencias atrevidas encontraron dificultades al inicio, pero ahora figuran en guías para foodies y viajeros culturales. Aunque sus precios pueden exceder planes de viaje regulares, es mejor no pensar en dinero: trasladar cualquier precio a colones provoca angustia y pavor. Sí, Costa Rica es caro.
El salto de la cocina mexicana a la sofisticación gourmet es relativamente reciente, mucho más que la peruana, la cocina contemporánea más prominente en América Latina. De México se sabe que cada esquina es una experiencia culinaria distinta y que cada porción del territorio florece con inéditos sabores.
La riqueza tradicional ha sido bien estudiada, pero en algunos países pesa más la escuela europea de la alta cocina, dominadas por Francia e Italia. Al frente de la reciente revolución mexicana ha estado Enrique Olvera, de Pujol, restaurante que figura en listas y en programas como Chef’s Table.
Pujol, fundado en el 2000 y ahora en un nuevo local en Polanco, también ha sido escuela. Olvera reconoce su aprendizaje de la forma dura y su deuda al conocimiento tradicional. En Pujol se sirve con cariñoso respeto cada tortilla y cada taco: se come con las manos, se saborea con entrega, no con poses.
El restaurante reluce con la elegancia casual de alguien seguro de sus talentos… y de la lista de espera que puede superar el par de meses en temporada alta. El look internacional no puede engañar: este es un restaurante muy mexicano.
La estrella de Pujol amerita análisis paciente. Más de 100 ingredientes, 1.400 días de preparación, miles de horas de pensamiento: eso es el mole madre de Olvera, servido en un discreto círculo en el centro del plato con otro discreto círculo de mole nuevo.
Hay mucho más en Pujol que explica este tránsito de la gastronomía mexicana, que otros países de la región, como Colombia, también están emprendiendo. Abundan los escépticos pero no pueden ocultar la vibrante realidad: la cocina costarricense se ubica al borde de esta aventura, a punto de lanzarse a una alta cocina feliz de usar el legado indígena, el palmito, el pejibaye, el maíz. Requiere esfuerzo y paciencia, compromiso y riesgo: tomarse la comida muy en serio.
Las aspiraciones cosmopolitas, sobra decirlo, pueden opacar cualquier esfuerzo propio y no es fácil convencer a ningún cliente de pagar por un taco lo que pagaría por unos escargots de Bourgogne. Se olvida que tanto una como otra cocina nacieron en la finca y en el muelle, no entre manteles largos y copas espigadas. Es cuestión de tiempo.
No obstante, el refinamiento de una cocina como la mexicana no es emulación, sino resultado de minucioso estudio. Así atestiguan el mole de Pujol o su entrada: elotitos tatemados con salsa de café y polvo de hormigas. Es necesaria la precisión para comprender cuál sabor primará y cómo evitar que una textura opaque a la otra; es útil echar mano de las herramientas pulidas internacionalmente para llegar al corazón de cada lubina, cada pulpo, cada chayote.
Su apreciación también requiere tiempo. El almuerzo en Quintonil nos tomó cuatro horas y media; en Pujol, casi cuatro. Vaso de agua, copa de vino, cerveza local y finalmente: mezcal. El de Pujol se llama, adecuadamente, Sin Piedad: oaxaqueño, agave de 12 años, 50% de alcohol, notas ligeras de humo, cítricos. Esa bebida que conlleva su propia ciencia concluye dramáticamente nuestro laberinto del gusto.
Caminando por algunos barrios céntricos de Ciudad de México un par de semanas después del devastador terremoto, los rótulos de “centro de acopio” capturaban más la atención que los escombros que permanecían agolpados en las calles.
Describir México es ponerse a descifrar los mecanismos de la memoria. Describir su comida, y también degustarla, es indagar la forma exacta en la cual un platillo milenario puede seguir creciendo en una era acelerada y dañada. El corazón del país quedó intacto al lado del horno.
Comiendo en Pujol, pensaba en lo que uno percibe en el aroma de estos ingredientes: una aspiración ancestral a conocer mejor la tierra, un amor profundo por ella y deseo de lo que hace posible. Entre los labios, cuando se deshace el nicuatole, se prueban pasado, presente y futuro. No se puede decir eso de cualquier platillo.