“Es que la disciplina es como hacer algo hasta que a uno le salga bien”, dijo Estella Campos. “Si, o sea, hay que hacerlo y hacerlo y hacerlo, es como una cosa que hay que siempre hacer”, continuó Naomi Saffati. “Bueno, a mí me parece que es como algo que hay que hacer bien siempre”, aseguró de nuevo Estella.
En otra mesa, otra conversación sucedía. “Yo hago esto porque mi mamá decía que yo no hacía nada en la casa”, dijo Daniela Vargas. “Yo, por ejemplo, me como unas papas fritas al año. Estas me las estoy comiendo porque es lo que hay, pero podría estar comiendo otra cosa. No sé, me da igual”, continúo Juliana Vargas. “Si, yo igual”, aseguró Daniela mientras se comía un mango verde rallado.
Temprano, Juliana y Daniela devoraban una fruta que parecía un caimito.
Esto lo recuerdo porque pensé ¿quien se come un caimito en este lugar? Pero luego, lo entendí todo.
Estella tiene 8 años. Naomi tiene “ocho y medio”. Daniela tiene 15 y Juliana, la de las papas, 8.
Estas significantes y agitadas conversaciones se dieron durante el campeonato de gimnasia artística nacional, la Gravité Gold Copa Interclubes. El evento reunió en Parque Viva a, más o menos, 200 atletas. El domingo 13 de agosto compitieron los niveles 1, 2, 3, 4. Es decir, niñas entre los 3 y 15 años.
Participaron en cuatro de los aparatos de gimnasia artística: barra de equilibrio, barra fija, suelo y barras asimétricas. Ese domingo ningún niño compitió.
Pero no hubo tiempo para estar tristes por eso –aunque lo estábamos–.
Lo que pasó es que el ritmo de esas pequeñas cometas era abrumador. Demasiada alegría, demasiada valentía, demasiada escarcha. Yo, todo eso, de repente lo quería. Sin darme cuenta también tenía 8 años y extrañaba el olor a plastigel en la madrugada.
Estaba deslumbrada antes esos pequeños individuos sabios, y hermosos. Pieles que brillaban, ojos grandes y luminosos que parecían pensar cuando alguna hablaba. Pequeñas manos que no paraban de moverse entre el aire, haciendo –la mayoría del tiempo– gestos elegantes.
Cuando me sentaba a hablar con un par, en segundos, el grupo se hacía más grande y más grande y más grande, y en minutos tenía una ronda: las niñas acostadas boca bajo con las manos en las mejillas, y bolsas de palomitas rotando.
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“Yo tomo una pequeña siesta en el carro, de la escuela a la casa, para así poder llegar a hacer tareas para luego poder entrenar”, contó Emi Núñez, quien dice que la gimnasia le gusta porque hace muchas amigas. “Yo es que aprendí a caminar antes de gatear”, dijo Marina Guevara, quien se duerme a las 11 p. m. haciendo tareas, para luego despertarse a las 6 a. m. y así, el otro día. También, dice que cuando está dando vueltas en el aire, siente que puede volar. Esto lo dice con los ojos bien abiertos, y las manos juntas, como rezando.
Emi y Marina tienen 9 años, y se conocieron en clases de ajedrez.
Porque además de ser buenas estudiantes, y talentosas atletas, saben jugar ajedrez. Y no solo eso, sino que el principal atractivo de este juego –para ambas– es que “se puede jugar con personas diferentes cada vez”.
Son como ese tipo de alienígenas que sí nos deberían secuestrar para que nos compartan de su sabiduría. Porque estas niñas, en pequeños leotardos, con los músculos de las piernas tan definidos como su ímpetu por competir algún día en las Olimpiadas, parecen ser seres superiores. Enviadas desde el más allá para guiarnos hacia las buenas decisiones.
De pronto, me sentí rodeada de mujeres sabias y valientes. De niñas con propósito. Pensé que al menos, de esas 200 niñas, en futuro no tendremos que preocuparnos. Pero esto no pasa sólo porque sí. Hay profesionales –entrenadores– dedicados a que esto no sea solo una etapa. Sino, que la gimnasia, o las bondades de este deporte, se les impregne en la piel.
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Ana Cristina Rivero tiene 60 años y llegó a Costa Rica hace 40. Ella y su esposo, una pareja de entrenadores cubanos, se mudaron al país porque la Federación Deportiva de Gimnasia y Afines de Costa Rica les ofreció un atractivo contrato. Sucede que en Cuba, a finales del siglo XIX, se implementó la gimnasia como una asignatura obligatoria en la enseñanza media.
Ana y su esposo son dueños del Club Gimnástico Carbonell, y ese domingo, su equipo competía. “A mí me gusta disciplinarias, porque no todas estas niñas van a continuar en la gimnasia. Muchas de ellas luego puede que encuentren otro camino. Y por eso es que yo no las estoy preparando solo para las competencias. Con esto se preparan para la vida”.