Metro y medio por metro y medio. A veces, desde las sillas de la barra, da la impresión de que ese pequeñísimo espacio de bartender se tragó la vida de Jéssica Ho y que nunca la va a soltar, ni ella quiere escapar. Todo se lo debe a la máquina de karaoke que, sobre todo pasada la medianoche, le otorga alma propia a un bar que alguien más llamó Ko-Zin.
La ironía está en que el ombligo de esa mujer de castellano imperfecto pertenece al tercer país más grande del mundo: el gigante rojo.
Eso explica, en parte, la razón por la que el micrófono descansa solo entre las 3 de la madrugada y las 11 de la mañana del día siguiente, sin importar si es lunes o viernes o domingo; si es feriado o si partió de este mundo el papá de Jessi. Ese fue el único día que los karaokeros no le vieron la cara. El bar no cerró, pero ella se quedó adentro haciendo llamadas telefónicas a China. Desde entonces no es la misma, dice su esposo, Daniel Lam.
Pero la explicación a su incesante trabajo tras la barra tiene un matiz bastante más sentimental. “Yo tengo todos los hijos que están aquí. Siento como mis hijos”, dice Jessi en un intento por esquivar preguntas sobre la vida que lleva detrás de la cortina que divide al bar de la casa donde vive con Lam y los menores de sus tres hijos de sangre. “¿Sabe qué dicen mis clientes? ‘Nosotros venimos aquí por usted’”.
Debe de ser cierto. De cuando en cuando, Lam se encarga de atender y ya se acostumbró a que, casi con desdén, la gente llegue directo a preguntar si está Jessi.
Aparte de ser una de las pocas bartenders del género femenino, la procedente de Cantón tiene tres particularidades que la convierten en el elemento central del romanticismo que envuelve aquel lugar sobre la calle 13 de San José, frente al teatro El Triciclo.
A diferencia de asiáticos dueños de minisúper o restaurantes, nadie se refiere a ella con el cajonero apelativo de “china”. No, ella es Jessi. De hecho, cuando le pregunté su nombre completo, solamente quiso responder: “Jessi. Ponga Jessi Ko-Zin, todos van a saber”.
El segundo es que, aunque tiene una amplísima lista de temas en español e inglés, en la memoria de Jessi están archivadas con sus respectivos números. Pareciera que de niña, en vez de aprender las tablas de multiplicar, su tarea hubiera sido memorizar los códigos.
Cuando presiente que sus clientes se van a marchar, programa las piezas que nadie pidió, pero a las que ninguno de ellos podría negarse. Así se alargan las madrugadas y los tragos en el Ko-Zin.
La tercera peculiaridad –y la que suele asombrar a los primerizos en el bar– es que, muy a pesar de su pausado y poco conjugado español, Jessi canta como nadie y ni siquiera necesita ayudarse con las letras que corren a través de la pantalla del viejo televisor.
En realidad, el karaoke es la razón por la que Jessi habla mucho mejor español que su esposo.
Ella llegó a Costa Rica hace 33 años con la idea de que la vida sería más fácil fuera de las fronteras de su natal China. El líder comunista Mao Tse-tung había muerto seis años antes y muchos de sus paisanos aprovechaban el cambio en las restricciones para emigrar.
El padre de Jessi trabajaba con el Tránsito y llegaba a la casa, como mucho, una vez al mes. Su madre se dedicaba a cultivar la tierra.
“Mamá trabajaba día y noche. A veces dormía solo tres horas”, recuerda. “A las 5 de la mañana ya estaba afuera, recogiendo caca de perros y de cerdos para hacer abono”. La presión era mucha; debían entregar cuotas de cultivos al gobierno a cambio de la tierra, y lo que sobraba era lo que tenían para comer. El plato de la pequeña Jessi era siempre el mismo: arroz y camote; una y otra vez, hasta el hartazgo.
Por eso, a muy corta edad, una abuela se encargó de su crianza. A los seis años ya sabía cocinar, una de sus pasiones hasta hoy. Para encender la cocina de leña, debía salir a recolectar bellotas y hojas de mamón. Para traer agua, tenía que caminar 500 metros con los baldes a cuestas.
Cuando cumplió 12 años, su adorada abuela vino a Costa Rica y acá se quedó. Cuatro años más tarde, tomó un avión junto con una de sus tías. Es la menor de cuatro hermanos y fue la primera en tomar la decisión de migrar a Occidente (los otros tres ahora viven en Estados Unidos, un país que no es del particular encanto de Jessi).
Llegó sin saber hablar español, pero con esa especie de chip chino que obliga al trabajo incesante. Comenzó como empleada doméstica, y durante tres años no pudo comunicarse con ticos.
Sus primeras palabras las aprendió de la música y de una telenovela cuyo título no recuerda, pero cuya canción llevaba por nombre Lluvia . Ha de ser Amor de papel .
También compró un libro para aprender a leer en español. Hoy es fiel lectora del periódico, aunque nunca aprendió a escribir.
Ya casi no ve novelas. No hay tiempo. “Ella sabe trabajo”, dice su esposo.
Ellos llegaron al Ko-Zin recién casados y ya ni llevan cuentas sobre el paso del tiempo. Los contrató algún paisano como cocinero y salonera en el bar que hoy tendrá medio siglo. Ahora son dueños del negocio y no imaginan la vida de otra manera.
Ahí han sonado miles de canciones. Las han cantado viejos y jóvenes; desempleados, estudiantes y altos funcionarios del Poder Judicial, con saco y el nudo de la corbata apenas flojo. Jessi ha unido su voz con la de todos ellos tantas veces como habitantes hay en China.
Los ha visto reír, bailar, emborracharse, enamorarse y sollozar, como al exoficial del OIJ Mario González, quien lloró ahí su divorcio y la separación de su segundo matrimonio. Dice que gracias a Jessi superó todo y hoy tiene una hija de cuatro años. “Dios guarde ella se vaya de la vida de uno”, susurra.