Carrie siempre cargó con el peso de su título de nobleza. Quiso ser muchas cosas en la vida, pero el mundo la obligó a volver, una y otra vez, a su rol de princesa. Y ella, indomable, fue princesa en sus propios términos.
Pasé todo el año llorándola, y sé que no fui el único. Carrie murió con el 2016, de un modo tan súbito que se nos fue todo el 2017 reponiéndonos, asimilando la vida sin ella, sin la princesa de los que crecimos sin monarquía de verdad en nuestras vidas. Cierto que su personaje de Leia Organa (Skywalker) en la saga Star Wars era la princesa original, pero, a medida que esa franquicia se tornó en un fenómeno planetario imparable, Carrie se convirtió en la soberana de una extraña nación de geeks, nerds y similares, unidos todos por códigos y experiencias compartidas, por el amor a la valiente líder del peinado icónico.
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Carrie nunca pudo alejarse de Leia y, cuando finalmente lo entendió tras años de terapia, pastillas y desamores, su vida se alivianó. Aprovechó su exposición y se consolidó como autora, como guionista, como celebridad capaz de burlarse de sí misma sin morir en el intento.
Esta semana volví a ver a Carrie. Fue durante el estreno de medianoche de Los últimos Jedi, nueva película de Star Wars, en la que Leia tiene un rol fundamental y cuyas escenas completó antes de su muerte. Fue hermoso y doloroso saber que estaba ante su despedida, ante la última ocasión en que Carrie Fisher y Leia Organa se fundirían en un solo ser.
Pocas semanas antes de su fallecimiento, en el Comic-Con de Nueva York, tuve la posibilidad de conocerla en persona, de tomarme una foto con ella (previo pago de unos $120, claro). Al final no pagué y pasé de largo, sin sospechar el golpe que acechaba a todos sus súbditos. A veces pienso que no debí ser pinche, que debí dar el tarjetazo y garantizarme haberla visto a los ojos y decirle en persona que la quise desde niño, que quererla me hacía feliz, que lamentaba que tanto amor de nuestra parte se convirtiera en un grillete para ella. A veces pienso que Carrie siempre supo que la quise, y que de haberlo escuchado se habría reído, entre conmovida y burlona, como solo las princesas saben hacerlo.