Durante sus primeros 7 años, su casa flotaba en el mar.
En el mundo de Kandler, el paisaje incluía delfines, estrellas de mar, pulpos, cangrejos, aluminas y hasta un mono de mascota. Las noches se agotaban en el segundo piso de su casa, donde él y sus hermanos observaban, desde un enorme columpio, las luces de los barcos acercándose y alejándose del puerto.
La población de ese pequeño mundo era diversa. Inmigrantes alemanes, como sus abuelos, convivían con negros, chinos, británicos, estadounidenses, indígenas y centroamericanos.
Mientras la cotidianeidad se movía de bote en bote, el otro mundo de Kandler se gestaba en pequeños trazos dibujados sobre el aire caliente de Bocas.
Años después, siendo yo adolescente, tropecé con esos trazos en un pedazo de periódico.
Prestar atención a esos dibujos era como asomarse a un pozo de líneas donde poco a poco se iba formando una imagen vibrante e incisiva.
Imaginaba a un joven veinteañero de alguna nacionalidad europea, concentrado en un cuarto a media luz, fabricando arsénico político. Diez años más tarde me presentaban a un señor que aparentaba unos 50. Un colega me dijo: “Este es Richard, el que hace El mundo de Kandler”.
Mi imagen del héroe anarquista no calzaba con la actual, pero nacía en cambio una imagen mucho más poderosa, la del agente. El agente tenía un lenguaje corporal que emanaba un valeverguismo por el mundo y una manera de torcer lo cotidiano que podían sacarle una risa al más amargado, pero esas señales eran solo el inicio.
Meses después nuestros horarios calzaron y como dos vampiros devoramos las noches de guardia estallando de risa ante la belleza de la mundanidad, las bondades del blues, lo desvalorizado que es el cine gore, la variedad de trajes con que vestían al Manneken Pis y el sinsentido que tenía que estuviéramos ahí trabajando, Mantener una conversación con el agente era trazar líneas en todos los sentidos. Las informaciones actuales se deformaban en argumentos casi metafísicos o se vulgarizaban al punto de la carcajada. Las líneas continuaban hasta la madrugada en algún bar del centro, donde, por costumbre, el agente disparaba unas rondas de jaggers que ponían en peligro la memoria y todo lo aprendido.
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El agente tenía muchos poderes, como su manera de vivir en el presente. Lo pasado, lo quemaba como una hoja de papel. Era habitual que resolviera las quejas que uno tenía reduciéndolas a cenizas con lúcida ironía. Para él no había recuerdo más valioso que estar vivo.
Otro de sus poderes era el de anular el mundo de las palmadas en la espalda y los reconocimientos. El agente era el anonimato personificado. Una de las pocas veces que estuvo bajo los reflectores fue una vez que en un concierto de rock subió al escenario para romper los billetes que había recogido previamente como limosna. Por más que se le hicieran libros, menciones o exposiciones, no hubo manera de que participara, ni para sacarse una foto. Siempre tenía a mano una bomba de humo.
Kandler fue pura vibración, la obra personificada, una energía que encontró la fuente de la juventud en la resistencia, en la libertad de andar por el mundo atravesando mentes cuadradas y en esa capacidad de darle vuelta a la existencia.
El agente siempre me repetía que no había nada que se igualara a pasar un amanecer en Nueva Orleans viendo el Mississippi, luego de una noche intensa de blues. Me dijo que teníamos que ir.
Yo solo pienso si las líneas que vio en el río se parecían a las de Bocas.
Kandler se fue pero sus dibujos se seguirán moviendo como el agua.