Hay una luz que brilla por dentro de la piel. Esa luz incandescente y sin pigmento no se apaga, continúa y hace a la muerte parecer una convención. Ricardo Emilio Piglia Renzi, murió en enero del 2017. Escribió textos que leímos millones de personas y que abarcaban todos los géneros como novela, ensayo, guion cinematográfico, clase magistral y otra cosa que sabremos que es cuando lleguemos a alcanzar la velocidad de su pensamiento. Escribía de él y de lo que también ya estaba escrito. Removía los lugares comunes y volvía a revivir personajes míticos, como Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, sin que pareciera que de ellos ya se había dicho todo.
Participaba con frecuencia en medios de comunicación, y aunque pocos de los millones de lectores lo llegaron a conocer, se convirtió en una figura cercana. Cuando muere alguien que alcanza un nivel íntimo con sus lectores, no se alude a la nostalgia. Es extraña la sensación, porque sus libros están allí, vigentes. Se siguen leyendo, aunque su producción haya sido detenida en esa última exhalación que interrumpe los signos vitales.
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El impacto de su muerte se relaciona más con algo a lo que los lectores nos aferramos y es precisamente el sentimiento de desolación frente a la posibilidad de que se acaben los genios. Que se acabe ese genio quien, en su Antología personal, explicó que “–ya que este libro me representa más fielmente que ningún otro que haya publicado– podríamos entonces imaginar un futuro lector que, convertido en un pacífico detective potencial, sería capaz de descubrir no solo la forma inicial sino el secreto tramado en el tejido de esta antología personal”.
Su nacimiento en 1941, en Argentina, fue aderezado por décadas de guerra y posguerra y inicialmente impensable idea de asumirse en el oficio de escritor. Su vida la narra muy bien Emilio Renzi, quien además lo acompaña, como personaje y alter ego inseparable, durante todos los días de su vida y es quien se queda y lo sobrevive para convertirse en su autobiografía futura. Emilio es también, quien continúa el diario, aunque ya no haya más que contar.
Antes de terminar su carrera de historia, para liberarse de toda posibilidad por asumir otra profesión, ya había llevado una bitácora de sus días. Pensaba que: “El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una máquina de dejar huellas”.
Aunque Piglia fue uno de los autores más prolijos en publicaciones y premios de su generación del post boom latinoamericano, también fue un académico y docente de universidades prestigiosas como Harvard y Princeton, quizá su oficio más importante, y por el que nunca lo galardonaron directamente fue el de lector. Ricardo leía obsesivamente. Leía y se leía, y ese ejercicio lo supo suscribir a lo largo de años de diarios de su propia historia. En El escritor como lector, un ensayo que escribe sobre Witold Gombrowicz hay un fragmento fulminante: “la lectura del escritor actúa en el presente, está siempre fechada y su presencia en el tiempo tiene la fuerza de un acontecimiento, pero a la vez es siempre inactual, está desajustada, fuera de época”.
Sus cinco novelas fueron publicadas por la editorial Anagrama y son de sus trabajos más traducidos: Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada, Blanco nocturno y El camino de Ida. También hizo sus propias selecciones de textos de sus diarios y otros libros de cuentos y ensayos. Decía que las personas escribían su vida cuando en realidad lo que escribían eran sus lecturas, en esto era autorreferencial. Ese era su mayor giro narrativo. En una de sus citas más brillantes, parafraseaba a su padre: “Narrar, decía mi padre, es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad”.
Aunque Piglia vivió entre Argentina, Estados Unidos, entre el pasado y el presente, quizá el lugar que más habitó fue la literatura. Si realmente murió este autor, alguien debería ser capaz de comprobarlo. Hasta que eso no suceda, en sus letras la vida aún transcurre.