Hasta abril de este año, la figura liviana de Yazmín Ross detrás de los ventanales de la Casa del Cuño, con su sombrero de Indiana Jones, su eterna sonrisa y su amplia melena; era una presencia indisociable de nuestra Feria del Libro y de la escena cultural costarricense, espacios en los que fue hermana de aventuras y de sentido de muchas personas.
Para mi, lo fue alrededor de asuntos de fondo y domésticos: desde el interés por la música centroamericana y la gestión cultural independiente a nuestra domesticidad desenfadada y la alegría de contar con genuinos cómplices como compañeros de vida.
Y es que tener buena compañía, además de una aspiración necesaria, es algo que viene muy a cuento con Yazmín. Esta mujer de talentos múltiples –periodista, novelista, guionista, editora de libros, promotora musical– fue además de una cronista “multiplataforma” del tiempo y la memoria, una incesable tejedora de buenas compañías y parte de una generación creativa dedicada a investigar y recordarnos quiénes somos, y a congregarnos a través de su trabajo. ¿Quién mejor que Yaz para representar a la luciérnaga que transformó al coyote solitario y, con su luz, lo puso a iluminar las aldeas circunvecinas?
Además de ser publicada en medios como La Jornada, El Financiero y Proceso en México o Brecha en Uruguay y el Espectador en Colombia, Yaz escribió o co-produjo libros de la relevancia de La flota negra o La Pasión por el Caribe, el guión del documental El barco prometido, una colección única de discos de músicas del istmo y nos contó –a pequeños y grandes– secretos y maravillas de nuestro entorno con su buena pluma y la integración impecable de artistas visuales y músicos. Su producción es una consistente secuencia de historias, colaboraciones y objetos-libros-música de culto para atesorar y reconocernos.
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Según la cosmogonía garífuna –pueblo asentado en varios puntos del Caribe centroamericano–, el “seiri” es el panteón donde habitan los ancestros y que queda en el firmamento donde se oculta el mar. Los ancestros, a quienes se honra en rituales de novenario como la punta o en el complejo Dügü, siguen acompañando la vida cotidiana de manera estrecha. Hace veinte años, se oía decir aún que los mayores, al sentir la muerte próxima, se bajaban del lecho para tenderse en el suelo y entregarse al viaje.
Confieso que, ante una muerte tan repentina y prematura como la de Yazmín, el desapego que expresa la cultura garífuna es difícil de emular. Toca buscar en círculos –así como se baila la punta– el camino para reconciliar aquello que es irrecuperable de la ausencia –el abrazo–, con la claridad de que nuestra conversación con las personas significativas no termina nunca y nos acompaña como un faro de referencia.
Entre vuelta y vuelta, entre destello y destello de luz, descifro un poco más de la vocación de luciérnaga de Yaz y del atardecer. Tejedora y cronista de nuestra región, su figura liviana nos acompaña ahora en el horizonte, donde se oculta el mar…