"Vea. La voy a pegar en el poste”, dice Álvaro Saborío, mientras se acomoda en el borde del área, frente al marco sur de la cancha sintética del estadio Carlos Ugalde. Es una fría y nublada mañana de octubre y el goleador “falla” en sus primeros dos disparos, pues el balón ingresa sin dificultad. A la tercera patada, la bola se estrella con fuerza en el horizontal. Saborío acaba de fallar... y sonríe.
Con motivo de la sesión de fotos que acompaña este artículo, Sabo se da gusto tirando una, dos, tres... veinte veces. Yo, que nací con dos pies izquierdos, me humillo frente a uno de los máximos anotadores de todos los tiempos de la Selección Nacional y pego horrible la bola, a un lado del marco. María Luisa, mi compañera videógrafa, es mucho más ágil y se gana las palmas de Saborío cuando anota, a pesar de no andar el calzado adecuado. “Álvaro, ¿qué es más difícil: botarla o meter el gol”?, le pregunto.
“Botarla, claro”, dice el hombre cuyo paso por el fútbol costarricense ha estado marcado, no solo por las que logró meter, sino por las que falló.
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Tibás: Primer tiempo
En las calles de Ciudad Quesada, Álvaro Saborío Chacón es uno más. Aquí creció, aquí tiene una tienda de deportes, aquí estableció a su familia, aquí se compró una finca, aquí encontró la paz. “Acá todos nos conocemos. Es mi hogar”.
El terruño sancarleño siempre llamó de vuelta al delantero pero su plan de vida no incluía establecerse ahí tan pronto. Si las cosas hubiesen salido según los planes que trazó previo a retornar al país tras más de una década de jugar en el extranjero, Álvaro estaría en estos momentos disputando el título con el Saprissa, a lo mejor incluso como goleador de la Primera División. Pero el 2017 no lo quiso así.
El regreso al cuadro morado fue doloroso para Saborío, por decir poco. Solo apareció en cuatro juegos previo a renunciar en febrero al equipo de sus amores, harto de los insultos que desde la gradería le gritaban aficionados de su propio club. Pero, ¿qué incidió en que perdiera la tolerancia al bullying, a los improperios gratuitos?
“La familia”, dice sin dudarlo. El detonante fue el 8 de febrero, frente a Belén, en la Cueva. “Sí, fue en ese partido pero bien pudo ser en el siguiente”, recuerda. Esa noche su mamá estaba en el estadio y escuchó la andanada de madrazos que le llovieron a su hijo desde la platea oeste, todos venidos de fieles morados. Saborío perdió los estribos y entró al camerino descorazonado. Al día siguiente el país se enteraría que aquel había sido su último juego, no solo como saprissista sino como futbolista profesional. El retiro le llegó en las peores circunstancias.
“Yo quiero que mi familia, mis padres, mis hermanas, que mis hijos vayan al estadio y disfruten... y no los voy a exponer al odio. En el tiempo que jugué afuera nunca sentí eso. No vengo a que me ofendan cada vez que fallo un gol, o cada vez que perdemos”, explica. Una carrera bien llevada le dio seguridad económica a Álvaro y los suyos, por lo que sus ingresos ya no dependen de jugar fútbol. Y esa independencia le facilitó la salida voluntaria de Tibás.
“Ya yo sabía como se manejaban las cosas en Saprissa de parte de la gente. Mi papá (Álvaro Grant MacDonald) me dijo que lo pensara bien para volver a jugar a Costa Rica, que las cosas no podían salir bien”. Saborío admite que su condición física no era la mejor cuando regresó a Saprissa, pero que su ilusión por volver a vestirse de morado estaba intacta.
“No tengo rencor hacia nadie, soy saprissista y siempre voy a estar agradecido con Saprissa porque me me abrió las puertas de la Primera, de la Sele, de ir al exterior. Me dieron mucho y traté de dar todo lo que pude pero uno es humano. Lo que hice fue por proteger a mis seres queridos”.
San Carlos: segundo tiempo
Contra sus propios pronósticos, Álvaro Saborío sigue jugando al fútbol. El retiro fue efímero y para sorpresa de todos, aceptó jugar en San Carlos, convirtiéndose, sin quererlo, en el fichaje más sonado en la historia de la Segunda División.
En el cuadro norteño, Álvaro no es el líder ni pretende serlo. Le gusta sentirse un peón más, y se dedica a lo suyo: meter goles. Su rodilla está mejor que nunca, en especial desde que el delantero descubrió una nueva pasión en el crossfit, disciplina que practica a diario y con devoción.
Su mayor atención ya no está en las canchas, sino en su finca, en La Palmera de San Carlos. Ahí vive Álvaro con su esposa, sus dos pequeños hijos y dos perros. Su carro es un pick-up y las horas se le van arreglando cercas, cuidando la huerta, viendo engordar el ganado. “Iba a poner una lechería pero era muy esclavizado, así que me dediqué al ganado de engorde. También tenemos sembrados de tiquisque, yuca, piña, papaya...”.
El teléfono de Sabo suena con insistencia a lo largo de la conversación y cada vez que atiende es para hablar de sacos de abono, de visitas a la subasta ganadera, de cosas de la finca. De fútbol no dice mayor cosa.
El retiro futbolístico (ahora sí definitivo) no tiene fecha. Tampoco se aventura a decir qué pasará con él en caso de que San Carlos vuelva a la Primera División, o bien que reciba un improbable nuevo llamado a la Selección. A futuro, Álvaro Saborío solo se ve ocupado a tiempo completo en su rol de finquero, y si sigue vinculado al fútbol sería como directivo, nunca como entrenador.
Álvaro Saborío encontró la paz. Tiene claro que su momento ya pasó y está feliz de desaparecer sutilmente de la agenda estridente de los medios de comunicación y de las conversaciones acaloradas de los aficionados. Ser un personaje noticioso del 2017 nunca fue la aspiración del ídolo de la Segunda División.