Philip Seymour Hoffman bromeaba con que sus hijos no deberían ver ninguno de los filmes en los que había actuado, hasta que tuvieran 40 años. Dejó un varón, dos niñas y una colección de cintas angustiantes.
“Uno olvida lo perturbadora que es esa película”, le dijo a un reportero sobre Boogie Nights . En realidad, nadie lo ha olvidado. Nadie que hubiera visto al señor Hoffman en una película lo ha olvidado tampoco, aunque algunos solo lo recordemos como “el gordillo gay” de la película, “el malo en la tercera de Misión Imposible ”, “el que salió de sacerdote pedófilo con Meryl Streep”, o “el tipo este –creo que ganó el Oscar– que sale en esa cinta del periodista... Sí, en Almost Famous también sale de periodista, pero yo digo la otra, en blanco y negro..., ¡ Capote !”.
Había mucho actor empaquetado en sus tres nombres.
Él nos tatuó sus interpretaciones en el hipocampo cerebral; pero quienes somos apenas turistas del cine nunca gastamos memoria para su nombre. Eso nos dice algo, y habla a su favor.
PSH había abandonado el alcohol y las drogas a la visionaria edad de 22 años. Él mismo se internó en una clínica de rehabilitación en aquel momento. Sintió pánico de morir en un cliché: la nota luctuosa de un artista prometedor.
Era bien conocido que el actor se acercaba a cada papel nuevo con una inseguridad de novato, y con una maestría que acomplejaba a sus compañeros de reparto. Decir que dejó las drogas es mentira. Su alucinógeno fue despertar la “fe poética” (lograr que los espectadores suspendiéramos la incredulidad, y creyésemos que frente nuestro sucedía algo que objetivamente no pasaba). “Si yo puedo hacer eso”, confesó en 60 Minutes , “he hecho mi trabajo, y esa es la cosa: eso es una droga, eso es algo a lo que uno se hace adicto”.
Años después, le diría al filósofo Simon Critchley: “No hay placer con el que yo, a la larga, no me hubiera llegado a sentir enfermo”. Algunos de sus amigos creen que la actuación llegó a ser para Hoffman uno de esos placeres tóxicos.
Su interpretación de Willy Loman en La muerte de un viajante , de Arthur Miller, “lo torturó” en Broadway en el 2012, según contó un amigo cercano a The Rolling Stone . La carga emocional de encarnar al personaje trágico lo hacía romper en llanto en la mitad de la noche. No importa qué hubiera hecho durante el día de una función, él sabía que a las 8 de la noche debía autoagredirse sobre el escenario. Sus amigos conjeturan que esta presión habría ayudado a que, con más de 20 años de sobriedad, el actor hubiera regresado a las (otras) drogas.
Hoffman fue encontrado en el baño de su departamento –donde se había autodesterrado por el bien de sus hijos y de su pareja– con una jeringa pegada al brazo. Murió con su centro de placer rugiendo por más. Tenía 45 años.
En la charla con Critchley, para la PBS, a Hoffman se le pregunta: “¿Si somos tan propensos a ser felices, por qué pasamos tanto tiempo en la oscuridad mirando actores tan brillantes como vos retratando a criaturas miserables?”. En otras palabras, ¿por qué nos gusta ver cintas que no son aptas para menores de 40 años?
Respuesta: “Si no dejo que la gente se identifique con lo peor dentro de sí misma, nunca tendrá la oportunidad de dejar salir a esa persona de su corazón y de su mente”. Esas son palabras de alguien que no se arruga de miedo al entrar a nuestras habitaciones menos ventiladas. Fue casi famoso, y un valiente.