Ciudad Neily. Vestía short y blusa rosada. Llevaba el pelo recogido con un moño y, entre sus manos, tenía el palo de una escoba.
Así, Jéssica Porras, de 29 años, intentaba sacar el agua que hacía estragos en su casa, en Los Castaños de Coto 47, en Corredores, Puntarenas. Allí vivía con sus dos hijos, de 6 y 9 años. Ahora todos residen con la abuela, a unos 100 metros de donde estaba Porras ayer.
Pese a que esa zona es de las más afectadas por las lluvias previas al huracán Otto, ella rehusaba salir de su casa para evitar que los ladrones le robaran sus pertenencias.
Y es que su miedo no era infundado. Días atrás, cuando se realizaban las primeras evacuaciones, una vecina aceptó irse a un albergue porque el agua sobrepasaba un metro de altura y llegaba a las ventanas de su humilde casa. No obstante, media hora después de que la señora se marchó, unos malhechores llegaron en lancha y le vaciaron la vivienda. “Con costos le dejaron las puertas”, indicó Porras.
“Hay gente que se aprovecha de esta situación tan lamentable. No entiendo cómo lo hacen, no entiendo dónde están sus corazones. Pero, entonces, más allá del agua que llegue, tenemos que cuidar nuestras cositas, que bastante nos han costado”, aseguró la vecina, agitada por el intento en vano de librarse de tanta agua.
Pero, según dijo, aferrarse a su vivienda le sale bastante caro. No por motivos económicos, sino por un asunto de higiene.
Narró que, usualmente, el agua potable es escasa, pero, en días como estos, tenerla es “misión imposible”.
“Nosotros siempre tenemos que estar llenando botellas de agua para poder bañarnos y cocinar y esas cosas. Pero, claro, se viene este desastre y quedamos mucho peor que antes. Ahora lo que quiero es poder bañarme y lavarme el pelo”, expresó.
Un revés. Mientras Porras daba sus quejas a este diario e intentaba explicar la realidad que deben afrontar actualmente, un equipo (conformado por varias autoridades) cortó la conversación.
Su visita era para alertarla, tanto a ella, como al resto de vecinos que todavía se aferraban a sus casas, sobre nuevas emergencias por acontecer.
“Yo no quisiera irme”, fue la respuesta de Porras, pese a que conocía que, más adentro en la comunidad, el agua llegaba más arriba de la cintura.
Los cruzrojistas, miembros del Comité Cantonal y Policía de Fronteras respetaron esa decisión hasta que ella indicó que vivía con dos hijos y dos sobrinos.
En ese instante, la situación cambió. Si ella no quería salir de la vivienda, se le hacía firmar un documento en que aceptaba su responsabilidad. Pero, a los niños, el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) se los llevaba sí o sí. “Si es así, yo prefiero irme con ellos para cuidarlos”, exclamó Porras, quien fue llevada a la iglesia Manantial de Esperanza.
Esa fue la única reubicación que se hizo la tarde de este martes en Los Castaños y, con esto, las autoridades terminaron una jornada en la que varias personas sí rechazaron dejar sus casas.