–“¡Buenos días, buenos días!”, gritó un hombre a lo lejos.
–“Buenos días ¿qué?, ¡hijue..!”, le contestó un sujeto.
– “¿Mae, le parece que aquí hay días buenos? ¿En serio cree que eso existe aquí adentro?”, le replicó otro.
Sin esas voces, el ámbito F, la Máxima Seguridad vieja de la cárcel La Reforma, o mejor conocido como “las tumbas”, podría pasar por un lugar abandonado. No obstante, los gritos evidencian que, detrás de muros y puertas, hay personas recluidas.
El 22 de agosto pasado, el Ministerio de Justicia anunció el cierre de este módulo que albergaba, en ese momento, a 36 reos, encerrados allí no por su peligrosidad, sino porque sufrían problemas de convivencia.
Dos días después, el Ministerio organizó una gira de prensa al lugar a la que asistió un equipo de La Nación.
Lúgubre. Al llegar a ese sector de La Reforma se observa, al lado derecho, una tapia de unos tres metros de altura; al izquierdo, unos 20 metros de zacate y después una vieja estructura gris de la cual provenían los gritos.
Ese edificio está rodeado de zonas verdes y, a un costado, tiene un fortín, desde el que un policía penitenciario vigila y se asoma cada cierto tiempo para asegurarse de que impera el orden.
Después de un rápido recorrido visual, la mirada no tarda en detenerse en el inmueble, al cual los años ya le pasan factura. Algunas paredes tienen moho y otras perdieron hace tiempo la pintura colocada hace más de 40 años, cuando fue inaugurado.
En los muros grisáceos hay pequeñas rendijas, desde las cuales los reclusos intentan comunicarse con el exterior. Pero, como son tan angostas, ni siquiera pueden sacar sus brazos para poder llamar la atención de quién pasa cerca; solo pueden hacerse valer de sus voces.
“Soy Nápira. Yo tengo, uf, años de estar aquí. Vengan, acérquense para que vean lo que es estar aquí. Es muy duro. Bien, bien, uno se puede volver loco aquí adentro”, decía ese día, y a viva voz, Alexánder Castro, dirigiéndose al grupo de periodistas.
Lo expresado por Nápira era también el sentir de los demás reclusos. Por eso, el Ministerio de Justicia decidió la medida del cierre, ordenando la reubicación de los 37 presos encerrados ahí por problemas de convivencia, no por ser considerados peligrosos. Es decir, al querer resguardar sus vidas terminó en un castigo peor.
Por ejemplo, hay una transexual que, antes de llegar a esas celdas, era víctima de violaciones a diario. Para evitarlo, la reubicaron ahí “temporalmente”, pero ya llevaba seis meses en el ámbito F.
Las voces se pierden conforme se avanza por un pasillo angosto, de menos de 100 metros hasta llegar al fondo, donde se traspasa una puerta resguardada por un policía penitenciario.
Luego de doblar a la derecha y bajar unas gradas, la realidad cambia para entrar en una especie de inframundo.
Bienvenidos a mi tumba. Este es uno de los cuatro pabellones de Máxima Seguridad vieja. Se escuchan chiflidos y saludos de los reclusos. Otros se quedan callados y algunos sacan espejos por las rendijas para observar quiénes están de visita. A ellos apenas se les pueden ver sus rostros.
“Hey, venga. ¡Qué bueno tenerlos aquí para que vean esta injusticia! Es una tortura”, aseguró uno de los reos, a lo que otro le cuestionó: “¿Cómo vas a explicar lo que es estar aquí si no llevas nada de tiempo?”.
Al estar en las “tumbas” no hace falta que nadie explique nada. El lugar habla por sí solo.
Todos los pabellones tienen 11 celdas individuales y contiguas; cada una mide 16 metros cuadrados. Las puertas son metálicas y solo se nota un orificio en la pared. La persona debía cumplir sus días en completo aislamiento.
En ese cubo de cemento, los reclusos acostumbraban pasar 23 horas diarias, en las que debían dormir debajo de cables de electricidad expuestos, hacer sus necesidades a pulso por un pequeño hueco que está dentro de la ducha y secar su ropa a como pudieran.
Las 11 tumbas están acomodadas en forma de ‘U’. Al centro destaca un planché.
La luz natural ingresa a ese módulo únicamente por ese patio. Por eso, los reos eran sacados de sus celdas solo una hora al día para asolearse, con resguardo de policías penitenciarios.
No todos al mismo tiempo, por razones seguridad, sino que se debían turnar.
En esos 60 minutos, los reclusos podían aprovechar además, para poner a secar su ropa o, bien, tirarse al suelo y contemplar el cielo, con una vista restringida por barrotes.
Esa hora diaria de luz y calor se convertía en la más esperada por esa población penitenciaria, por ser el único momento en que dejaban su encierro.
Tanto así, que algunos admitieron que, en ocasiones echaban mano a su “creatividad” y se provocan heridas (sobre todo se hacen cortadas en brazos o piernas) para así poder salir de la cárcel La Reforma para ir a “pasear” al Hospital San Rafael de Alajuela.
Esa se convertía en la “oportunidad de oro” para aprovechar y echar un vistazo al mundo exterior, uno que muchos de ellos dejaron de ver años atrás.
La rutina. Cuando los presos permanecían dentro de sus “tumbas”, lo que hacían era asunto de cada uno.
Algunos se dedicaban a ejercitarse. Para otros, la opción principal en el tiempo de encierro era ver televisión en las variopintas pantallas que habían logrado tener en las celdas, valiéndose de olvidadas antenas de conejo que, a duras penas, les daban señal de canales nacionales.
Otro de los entretenimientos era más fantasioso: las conversaciones con modelos que salen en la contraportada de La Teja.
Ellas nunca estuvieron allí en persona, pero como si lo estuvieran, pues los reclusos se dedicaron a tapizar las tristes paredes de concreto con las fotografías de esas muchachas en ropa interior, algo que es tradición casi en cualquier cárcel.
“Cada vez que me levanto, le hablo. Le digo que está bien bonita y yo siento que a ella le gusta que le diga esas cosas”, bromeó Alejandro Valverde, quien tenía a una “grandototota” de La Teja pegada en la puerta metálica.
A veces, cuando uno de los presos estaba en el patio para su hora de sol, la rutina variaba.
El día que llegaron los periodiostas, uno de ellos estaba fuera y, con escoba en mano, limpiaba todo el pabellón.
Como su relación con los demás es relativamente sana, entonces solo había un policía penitenciario resguardándolo.
Sin embargo, con otros reclusos el ambiente se pone más tenso cuando pueden salir al pequeño patio de luz; por eso, requieren hasta de cinco oficiales para su vigilancia, manifestó Yamileth Valverde, directora interina de La Reforma.
¿La razón? Hay reos que buscan desquitarse con otros reclusos por algún pleito del pasado y, dado que los separa una puerta de hierro, buscan formas “originales” para molestarlos.
La “broma” más común es hacer un cóctel que mezcla excrementos y agua, el cual le lanzan al que esté afuera. Todo lo echan en una botella de plástico, lo revuelven y ponen en práctica su experimentada puntería.
Otros son más “decentes” y solo lanzan comida.
A final de cuentas, los mismos presos comentaban que estas venganzas son producto del tiempo ocioso. “Si no hay nada qué hacer, ¿qué hacemos? Tonteras”, admitió un recluso, quien prefirió no identificarse.
Uno de los problemas es que en las afueras de cada “tumba” se acumulaban desperdicios de comida y cualquier otro tipo de basura; por eso, rondaba un olor fétido, putrefacto.
Incluso, la ministra de Justicia, Cecilia Sánchez, calificó el sitio como “insalubre”, algo que, señaló, no podía permitir porque “violenta la dignidad humana”.
En las paredes, principales testigos del sufrimiento de estos reos y muchos más que ya pasaron antes por el lugar, se leen mensajes de todo tipo, con reflexiones variadas.
“El Señor nuestro Dios. El Señor uno es. Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”, reza en una esquina.
De pronto, se empieza a notar que también han pintado estrellas al lado de la puerta de cada una de las “tumbas”.
No obstante, las preguntas quedan sin respuesta. Los reos prefirieron guardarse el secreto del significado de las estrellas.
Transexual: ‘Me encerraron para evitar que me violaran todos los días’
“La población penitenciaria no está preparada para compartir espacios con transexuales. Para nada. Ellos piensan que, cuando una de nosotras llega, pueden violarnos y hacer con nosotras lo que quieran. Y no es así.
”A mí me violaban todos los días y es un episodio que, por más que quiera olvidar, no lo logro”. Estas son palabras de Nataly Monge Brenes, de 22 años, quien estuvo encerrada por seis meses en una de las 44 celdas individuales del ámbito F (Máxima Seguridad vieja).
El delito que cometió fue un abuso sexual en perjuicio de un menor de edad y su condena es de seis años. Es decir, su perfil no es de un reo peligroso, pero, de igual manera, permanecía recluida en ese módulo, mejor conocido como las “tumbas”.
¿Por qué? “Me encerraron aquí para evitar que me violaran todos los días y es injusto que yo me tenga que esconder para que no me hagan daño”.
‘Doble castigo’. Pese a que admitió sentirse más tranquila y protegida entre esas cuatro paredes, calificó las condiciones como “inhumanas”.
Al momento de la entrevista, Monge detalló que el servicio sanitario estaba obstruido desde hacía una semana y debía convivir con el olor a excremento. “Es inhabitable. La atención médica, por ejemplo, también es poca”.
Pero más allá de criticar esas condiciones, reprochó tener que “vivirlas sin merecerlo”.
“Yo no tengo por qué estar aquí. Entiendo el delito que cometí y estoy dispuesta a pagar por ello, pero no maté a nadie para que me tengan aquí”.
Reclamó que el sistema penitenciario la hace pagar un doble castigo, debido a que los reos que supuestamente le hacían daño están más “cómodos que yo”.
“Ellos se quedaron en lugares que, si bien están hacinados, te podés movilizar y no estás encerrado todo el día sin ninguna comunicación (...). No es posible que no se ofrezcan otras alternativas a las personas que tienen problemas de convivencia”.
Reo: ‘En las tumbas, vivimos peor que las ratas’
Alejandro Valverde sumaba año y siete meses encerrado en las llamadas tumbas de La Reforma cuando lo entrevistamos. En ese tiempo, admitió, ha podido estudiar para sacar su bachillerato de colegio.
Sin embargo, la mayoría de los días sufría ataques de pánico y ansiedad, generada por no poder salir del cubo de cemento.
“Uno se sofoca mucho y, por eso, hay compañeros que hasta han llegado a hacerse daño con tal de salir de estas celdas”, lamentó Valverde, quien debe descontar una pena de 24 años por robos agravados y hurtos.
Pese a ello, para este reo, lo más difícil no lo constituye el encierro, sino las condiciones que los rodeaban.
“No hay ventilación, los cables de electricidad están expuestos y se puede generar un incendio, y no tenemos nadie con quién hablar. En este momento, estoy seguro de que vivimos peor que las ratas”, aseguró Valverde.
Lamentó que, además de lo ruinoso de la infraestructura y lo frustrante del encierro, lidiaban con compañeros problemáticos.
“Aquí no lo piensan dos veces en tirarte un poco de mierda y eso es tan incómodo... Hace que todo sea más difícil de sobrellevar”, comentó Valverde.