Juan tenía 8 años y caminaba casi solo por el mundo. Vivía con sus padres, pero la relación con ellos era mínima. Su más fiel compañía era su primo, a quien sentía como a un hermano.
El amor que se tenían era grande; sin embargo, esa admiración llegó a su fin, lo mismo que el cariño que los unía. Un día de 1991, ambos se quedaron solos en la casa de la abuela de Juan y su primo abusó sexualmente de él.
“Yo era un niño, alguien indefenso. No sabía qué era lo que estaba pasando. Después de eso, no supe qué hacer porque en serio no entendía nada. No sabía ni siquiera que eso era una violación”, recordó Juan, a quien La Nación le protege la identidad.
Después del hecho, todo siguió como si nada hubiese ocurrido. “Él me hablaba con cariño y me decía que no había nada de malo en lo que había pasado, pero que era un secreto. También me amenazó”. Meses después, la calle le enseñó que lo sucedido no estaba bien y, a partir de entonces, empezó a sentir asco por su primo.
“No podía ni verlo a la cara, pero tenía que hacerlo porque mis papás no sabían nada. Si lo contaba, me daba miedo su reacción. Mi primo era también como un hijo para ellos y lo tenían en un pedestal; lo querían.
”Después pensaban que estaba mintiendo o que yo era gay porque me había dejado violar”.
Juan estuvo sumido en la depresión y la describe como “un estado en el que solo quería dormir, llorar y, sobre todo, olvidar”.
Sumergido en esa situación, dos años después comenzó a trabajar con un hombre que vivía en su barrio. “A él nunca le conté nada porque luego me trataba mal. Me daba miedo; así que preferí callarme también”.
Pasó el tiempo y cada vez esa amistad se hacía más fuerte, pero las intenciones de aquel hombre, casi 40 años mayor que él, eran otras. “Son de esos días que prefiero no recordar, aunque lo que pasó en aquellos momentos me sigue a todo lado. Fue algo duro, algo que no le deseo ni a mi peor enemigo.
”Me violaron dos hombres; me destruyeron la vida. Sin mentir, intenté suicidarme muchas veces, pero no lo logré. Yo me deprimí porque no tenía en quién confiar; me metí en varios vicios y hasta llegué a recibir dinero a cambio de sexo”.
El tiempo pasaba y Juan seguía con aquellas vivencias tan presentes como si hubiesen ocurrido el día anterior. Cuenta que él deambulaba por las calles, sin sentido alguno “con una cruz invisible en su espalda”.
Hace cuatro años decidió hablar e intentar comenzar de cero. “Se lo conté a mis papás. Casi les da algo. A mi primo lo estamos perdonando, pero es muy difícil. Mi papá, por ejemplo, aún le tiene muchísimo rencor y no le habla; mi mamá le habla más. Al otro señor nunca más lo volví a ver”.
Él nunca denunció las violaciones. “Cuando hablé, creo que era muy tarde y no quería reabrir esas heridas”, dijo.
Sin embargo, él aconseja acudir a las autoridades, especialmente para conseguir ayuda psicológica, que es lo que más se necesita en ese momento.
Hoy, Juan tiene 31 años, está casado y tiene dos hijos.
“Doy mi testimonio para que los hombres que pasan por violaciones no se sientan frustrados, ni homosexuales por lo que les pasó. Es una tragedia, es de lo peor que le puede pasar a un ser humano, pero desgraciadamente son cosas que ocurren y, ante eso, no hay nada que hacer; solo armarse de valor y salir adelante”.