Redacción
Todos querían trabajar con Jeanne Moreau. François Truffaut, Louis Malle, Luis Buñuel, Michelangelo Antonioni y Orson Welles fueron solo algunos de los titanes del cine que se inspiraron en su figura –extraña, sombría, desinteresada– para plasmar sobre el celuloide sus dudas.
Jeanne Moreau siempre parecía preocupada, como si hubiera un mundo fuera de la pantalla al cual aspiraba y al cual tendríamos acceso solamente gracias a su empeño en llevarnos con ella. Pero se quedó en la pantalla, claro, y allí su rostro se hizo mito. Este lunes, a los 89 años, falleció en París.
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Fue la primera mujer en ingresar a la Académie des Beaux-Arts, ganó el César, el Bafta y múltiples premios en festivales. El presidente francés, Emmanuel Macron, dijo: "Tenía en sus ojos un resplandor que desviaba la deferencia e inspiraba insolencia, libertad, la turbulencia de la vida que tanto le gustaba y que por tanto tiempo hará que nos guste".
Ascenso. La gran actriz del cine francés fue la primera musa de la nouvelle vague (nueva ola del cine francés) en los años 50 y 60. Nació en 1928 en Montmartre, hija de una bailarina inglesa y un hotelero y restaurantero francés. Cuando le dijo a su padre que quería ser actriz, tras ver Antígona en el teatro a los 15 años, él la abofeteó. Como Moreau diría luego a Le Figaro, toda su vida quiso probarle a su padre que estaba equivocado.
Empezó a trabajar en teatro en 1947 y destacó en la Comédie-Française, además de roles en películas exitosas como Touchez pas au grisbi (1954), junto a Jean Gabin, y La reine Margot (1954). En 1956, protagonizó una aclamada producción de Peter Brook de Cat on a Hot Tin Roof, donde la vio Louis Malle.
Su consagración fílmica llegó en 1958, en Ascensor para el cadalso (Ascensceur pour l'échafaud), de la mano de Malle, y es gracias a una de las escenas indelebles del cine mundial: Moreau, devastada, esperando en vano a su amante, caminando bajo la lluvia en la noche parisina, contoneándose con una amarga sensualidad con la banda sonora célebre de Miles Davis.
Quizá por este papel atrajo a tantos directores posteriores, por la amarga resignación de la mujer que, tras haber intentado dar un golpe al destino, se tambalea bajo su irrefrenable fuerza. A pesar de las contrariedades, Moreau permanece casi impávida, como un maniquí sombrío echado a su suerte. Moreau está sola en la pantalla, su función es estar allí, dejarse llevar por las corrientes de la trama, pero la ancla a nosotros una mirada de sabiduría resignada, de sensualidad herida.
"Cuando estoy actuando, siento que no tengo familia; solo el director", dijo a The New Yorker en 1978. "Algunos actores son creativos sin querer tomar control del filme. Un director te puede dar un buen papel, pero puedes devolverle lo mismo si tienes la riqueza para sugerirle las mil puertas que hay por abrir. Una descubre el personaje durante la filmación. Es un encuentro".
Ese mismo año de 1958, se inscribió en esa gran historia paralela al cine que es la historia de la censura. De nuevo con Louis Malle como director, impresionó en Los amantes (Les amants, 1958), una suerte de cuento de hadas suburbano en el que una mujer redescubre el amor en el adulterio.
En Estados Unidos, fue un escándalo: se acusó de difundir material obsceno a un exhibidorr, quien llevó el caso a la Corte Suprema; el caso terminó absolviéndolo, con la famosa sentencia "I know it when I see it" ("Lo reconozco cuando lo veo", refiriéndose a qué es o no pornografía). El personaje de Moreau tuvo un orgasmo en pantalla y se salió con la suya.
Luego vendría la gran serie de filmes inolvidables de los 50 y 60, en los cuales tantos cineastas se nutrieron de la madurez interpretativa de Moreau para ahondar en sus exploraciones emocionales: Moderato Cantabile (1960, Peter Brook), La Notte (1960, Michelangelo Antonioni), Eva (1962, Joseph Losey), The Trial, Chimes at Midnight y The Immortal Story (1962, 1965, 1968, Orson Welles), Le journal d'une femme de chambre (1964, Luis Buñuel)... Y claro, su continua relación con los directores de la renovadora nouvelle vague en Francia, como Malle.
Diva. En 1962, Moreau realizó un papel que, si bien no es el más exigente ni amplio de su carrera, probablemente sea el más recordado por la vasta influencia del filme. La tierna aventura de amor rebelde Jules et Jim (1962), de Truffaut, nos la muestra como Catherine, novia y luego amiga de Jules (Oskar Werner), austriaco amigo de Jim (Henri Serre) en los años previos a la Primera Guerra Mundial.
Así como la historia se interpone entre los amigos, ellos no logran comprender por qué ella se resiste a las ataduras (creen que juega con ambos), por qué aspira siempre a más (con o sin ellos), cómo es que, entre tanta aparente alegría, parece siempre intranquila. Es un nuevo tipo de mujer para una nueva época: libre, dueña de sí misma, dispuesta, por tanto, al fracaso y al triunfo, si es que en una vida humana ambas cosas se pueden separar realmente.
Para Truffaut y otros directores, era un placer trabajar con ella, como le dijo el realizador de Jules et Jim a la revista Time en 1965: "Ella tiene todas las cualidades que uno espera en una mujer, más todas las que uno espera en un hombre, sin los inconvenientes de ninguno de los dos".
En la imaginación fílmica, queda un poco de eso como su rastro, una imagen de mujer desapegada de las convenciones, firme en su resuelta convicción de tomar la ruta que desea y recorrerla a su antojo, aun cuando ello implique exponerse al dolor o a la decepción. Esa es la mujer que se tumba en el barco al lado de su marinero, cigarrillo en mano, y canta Red Joe or Bonjour Papa en The Sailor from Gibraltar (1967), de Tony Richardson.
Truffaut y Malle tuvieron relaciones con Moreau; también el diseñador de modas Pierre Cardin, el actor Lee Marvin y el director Tony Richardson. Moreau se casó dos veces: la primera, en 1949, con Jean-Louis Richard, con quien tuvo su hijo, Jérôme Richard (el artista), y de quien se divorció dos años después; la segunda, con el director William Friedkin, entre 1977 y 1979.
Moreau no era una belleza convencional para los estándares de su época, muy madura ya cuando empezó a brillar, pero era elocuente con sus palabras y con su cuerpo; a diferencia de otras actrices de la época, es igualmente talentosa en planos cortos y en la distancia, pues domina sus gestos y su cuerpo con la naturalidad cálida del teatro y el fulgor altivo del cine. Su voz alcanzaba la gravedad de una gran dama, la vivacidad de una seductora y la tersa dulzura de una cantante que suspira sus versos al oído (así se escuchan los múltiples discos que grabó).
La carrera de Moreau se desaceleró en los años 70, pero siguió actuando en múltiples roles, menores y prominentes, en el teatro y el cine (además, dirigió dos largometrajes de ficción y uno documental). Destacan cintas como The Last Tycoon (1976, Elia Kazan), Querelle (1982, Rainer Werner Fassbinder), Nikita (1990, Luc Besson), Until the End of the World (1992, Wim Wenders), Ever After (1998, Andy Tennant) y Gebo y la sombra (2012, Manoel de Oliveira).
Llama la atención la diversidad tan amplia de realizadores que se acercaron a su mito. ¿Cuántas intérpretes más pueden decir que trabajaron con Theodoros Angelopoulos, Agnès Varda y Tsai Ming-liang, tres de los más respetados artistas del cine contemporáneo? Quedan vivas otras dos de las emperatrices del cine francés de los 50 y 60, pares de Moreau: Catherine Deneuve y Brigitte Bardot, cada una dueña de su propio mito.
Una vez le preguntaron a Moreau si sentía nostalgia por los años gloriosos de la nouvelle vague. "¿Nostalgia de qué?", respondió. "Nostalgia es cuando quieres que las cosas se mantengan iguales. Conozco a mucha gente que se queda en el mismo lugar y pienso: 'Dios mío, ¡míralos! Están muertos antes de morir'. Ese es un riesgo terrible. Vivir es arriesgarse".