Un animalito que entiende a golpes. Sí, estimado lector: lo crea usted o no, el piano es una criatura que funciona literalmente a golpes. No es que no sea sensible a la caricia (¿qué ser viviente no lo es?), pero, en última instancia, su mecánica es muy simple: cuerdas percutidas. No aporrearlo inmisericordemente, no: ¡el piano es materia animada por el espíritu! Empero, las teclas son palancas que activan martillos…, y lo propio de los martillos es golpear.
Así pues, cada vez que yo aprieto una tecla propulso un martillo recubierto de felpa contra una cuerda, y el impacto la hace vibra con esta fatídica limitación: tan pronto es producido, el sonido comienza a morir muy lentamente… A veces toma minutos asistir a su completa extinción. Ahí queda, reverberando en los plafones de los teatros, fantasma de sí mismo, materia sine materia… hasta que se evanesce por completo.
Si fuese la voz humana, un instrumento de viento o de cuerda frotada (un violín), por medio de la graduación de la columna de aire o del peso y la fricción del arco, uno podría hacer que el sonido aumentase después de crearlo ex nihilo (que se eternizase si tuviese los pulmones de Gargantúa o el arco de Pantagruel), pero no en el piano. Cada nota comienza a morir en el momento mismo en que ve la luz.
Algo hay inherentemente melancólico, en el piano, que nos hace pensar en la condición humana: “Tan pronto un hombre nace, ya es lo suficientemente viejo para morir”, decía Heidegger.
La máquina y la mano. Un moderno piano de concierto tiene más partes móviles que el más sofisticado automóvil. El piano es el punto de encuentro de dos disciplinas: la tecnología (mucho en él es fabricado por máquinas) y la artesanía (la parte más sensible de su mecanismo es amorosamente modelada por la mano). En ello consiste su nobleza: no es un producto del “fordismo”, del ensamblaje de cacharros en línea puestos en boga en los Estados Unidos en los años 20.
¿Quién inventó el piano? Un señor con nombre de navegante: Bartolomeo Cristofori, allá en 1705. Bautizó su criatura: “clavicémbalo col piano e forte”, esto es, un clavicémbalo que tenía la capacidad de producir sonidos suaves (piano) y fuertes (forte) según la intensidad de la presión que se ejerciera sobre las teclas.
Así pues, “piano” es un apócope de “pianoforte”. Bach, “la Biblia” del clavicémbalo, llegó a conocer uno de los prototipos de Cristofori y expresó inmenso entusiasmo con el instrumento. Imagínense ustedes, la posibilidad de recrear una infinidad de inflexiones emocionales a través del incremento o disminución de la cantidad de sonido (la rabia o la pasión en el primer caso, la serenidad y la contemplación en el segundo).
Bach, el músico absoluto (compositor, organista, violinista, violista y director orquestal y coral) se había mostrado insatisfecho con las limitaciones del clavicémbalo. Alguna vez dijo de él: “Suena como dos esqueletos haciendo el amor sobre un tejado de zinc”. La observación no debe ser tomada en serio, por supuesto, pero pone en evidencia que el Cantor de Leipzig añoraba un medio que le permitiese una gama expresiva más dúctil, más polícroma.
Curso de anatomía básico. El piano tiene 88 teclas: 36 negras y 52 blancas. ¡Igual cantidad de constelaciones han sido registradas en el universo! A los pianistas –que suelen tener algo de megalómanos–, ese hecho puede permitirles vivir la fantasía de disponer del cosmos al alcance de sus manos. ¡Es una noción que no carece ciertamente de mérito poético!
Ese microcosmos sonoro es una especie de orquesta en miniatura, capaz de sonar tan grave como un contrabajo y tan agudo como una flauta, capaz de susurrar, imprecar, montar en cólera, arrullar, desatar tempestades… El poder simbólico de un pianista es, en efecto, inmenso (por fortuna es puramente simbólico).
La caja de resonancia está hecha de abeto, una madera muy fuerte (debe resistir el peso de 224 cuerdas tensadas sin quebrarse: un total de 20 toneladas), pero también muy maleable: es preciso que ceda lentamente, sin fracturarse, al tormento de las prensas que le confieren su forma sinuosa.
Cuantas menos planchas de madera se usen, mejor será el sonido: toda juntura hará que el instrumento pierda en plenitud sonora. La fábrica Bösendorfer ha producido modelos con 97 teclas: no es cosa por la que debamos pirrarnos: en manos de un mal pianista, esto significará nueve notas más que pueden ser pifiadas.
Los pianos de tiempos de Mozart, Beethoven, Chopin y Liszt carecían de las teclas extremas de los registros bajo y agudo: al interpretar sus piezas es lícito añadir las notas que los compositores hubieran empleado de haberlas tenido a disposición.
Está el pianista… y luego está el hombre sin el cual la melena de Beethoven, la tos de Chopin, las manos de Liszt y los saltos de trapecista de Rubinstein serían por igual inútiles: el técnico de pianos: técnico, sí, no mero afinador.
El técnico representa la mitad del éxito de un recital de piano. Él regula el peso de las teclas, lubrica el mecanismo, abrillanta o atempera el sonido mediante el endurecimiento o pulimento de la felpa de los martillos, pondera el calado del teclado (la distancia que la tecla debe recorrer antes de “tocar fondo”)… ¡Qué haríamos los pianistas sin ellos, nuestros aliados! Para ellos, héroes rara vez celebrados en esta saga inmemorial, nuestra gratitud infinita.
La voz de su siglo. El piano se convirtió en el héroe cultural del siglo XIX. Dio voz a una sensibilidad extremosa, hiperbólica, que se afanaba por expresar emociones intensas: lirismo, melancolía, ternura, rabia, terror, delirio, sublevación, misticismo.
Sentimos un respeto infinito por todos los instrumentos musicales del mundo, pero no podemos tapar el Sol con un dedo: Beethoven no escribió treinta y dos sonatas para el sarrusofón; eligió el piano para este “Nuevo Testamento” de la historia de la música. Schubert, Chopin, Schumann, Liszt, Brahms, Debussy, Ravel, Rachmaninoff, Bartók, Prokofiev fueron todos pianistas consumados. Junto con la voz humana, el órgano y el violín, es el instrumento al que le ha sido consagrado el más variado y extenso repertorio.
Decir que un pianista toca con las manos nos convertiría en “campeones mundiales de lo obvio”. Sin embargo, la expresión no es exacta: el pianista toca con el antebrazo, el brazo, los hombros, el dorso, la sangre, las hormonas, los huesos, el sudor, las vísceras…, y no olvidemos los pies, que deben ocuparse de los tres pedales (cuatro en el caso de los pianos Fazioli).
El pianista debe movilizar la totalidad psicofísica de su ser. De manera coordinada, el cuerpo entero se convierte en una máquina dedicada a hacer música. Aun más: el pianista debe, él mismo, convertirse en música, confundirse con ella.
Arte supremamente erótico. No lo olviden, amigos y amigas, la próxima vez que asistan a un concierto: la música es invasora, inherentemente sexual; sale del instrumento y llega hasta sus cuerpos (los convierte en cajas de resonancia) para penetrarlos, envolverlos, acariciarlos bajo la forma de ondas sonoras que se expanden sobre una superficie de propagación. Hacer música es una faena tremendamente íntima, por poco impúdica: un fluido que entrará en contacto con sus pieles, se enredará en sus cabellos, vibrará en sus entrañas.
Empero: si hemos de creer a la iconografía clásica, la música es el único arte que se cultiva en el cielo: coros de arcángeles y arpas por doquier. ¿Que no hay pianos en el cielo? Ahora mismo comenzaremos a gestionar su instalación en la morada de Dios. De lo contrario, ¿a quién le interesaría ir por esos lares?