Frente a nosotros, Noche azul, grabado en el que un manso caballo blanco apenas logra sobresalir en una profunda noche añil con un cachito de luna. Rudy Espinoza habla acerca de las dificultades técnicas de aquella dulce pieza del 2013: “No fue fácil; este azul chupa mucha sangre”. Revelador lapsus.
¿Sangre? No, hablaba de tinta. Sin percatarse, se desnudó y mostró que la “tinta sangre” –sí, como la que nos canta Julio Jaramillo en Nuestra juramento – le imprime vida tanto a su existencia como a su obra.
A sus 62 años, este maestro no necesita probarle a nadie; sin embargo, se niega a retirarse y, desde su condición de pensionado, sigue haciendo grabados de múltiples temáticas, promoviendo esta técnica desde el Taller Nacional de Grabado en la Casa del Artista y exponiendo.
Ahora, celebra cuatro décadas de explorar todas las posibilidades del grabado en metal, ámbito en el que no solo muestra su pericia técnica, sino sus virtudes con el dibujo, su visión crítica acerca de temas álgidos, como la religión y la política, y su interés en el cuerpo humano, cierta animalística y otros tópicos que provocan a su curiosidad gráfica.
En 80 obras, 40 años de grabado en metal ofrece un recorrido por su trayectoria en las salas del Museo Calderón Guardia, ubicado en barrio Escalante.
Grabados en la mirada
Este viaje, organizado por los curadores Luis Núñez y Esteban Calvo, comienza en los años 70, cuando la obra de Espinoza mostraba preocupaciones por la arquitectura, la política, el paisaje, lo geométrico y lo abstracto.
Después abordó también lo religioso, la niñez, los animales, los cuerpos, el mar, la locura y hasta los sismos.
No hay cómo encasillar sus inquietudes. “No hay una obra representativa; lo que hay son diferentes procesos, técnicas y temáticas”, confiesa detrás de los anteojos que lo ayudan a seguir trabajando. Claro, ahora prefiere hacerlo solo durante el día y no hasta altas horas de la noche como en el pasado.
El viaje-exposición obliga al espectador a concentrarse en el detalle, en la punzante insinuación de los hilos de una marioneta, en los gestos enfrentados entre ángeles y demonios, en los rostros bajo una transparencia, en las imágenes que alguna vez fueron fotografía, en los cuerpos que se retuercen, en las reflexiones provocativas.
Un ojo aguzado localizará los hitos de este hombre que ejerció la docencia en la Universidad Nacional y la Universidad paralelo a su arte; en él coexisten el profesor y el creador.
Hay que detenerse en La última escena (1985), que le otorgó en 1987 la Medalla de Oro en el Salón Nacional de Grabado y también la Medalla de Oro en la Sección de Grabado Latinoamericano en la VIII Trienal de Grabado, en Frechen (Alemania).
Con virtuosismo técnico, este es un trabajo repleto de posibilidades y de lecturas acerca de la religión, la política y el ser humano. Una decapitación, marionetas, personajes despojados de color, víctimas, victimarios y espectadores de un circo conviven en una escena enmarcada por viñetas de hombres desnudos.
Algunos de las piezas de los años 80 las hizo en Minesota (Estados Unidos) cuando estudiaba tiempo completo gracias a una beca Fulbright y al apoyo económico de la Universidad Nacional, que le permitió irse para allá con su familia.
Allá tenía el tiempo, las inquietudes y la posibilidades para experimentar. Fatiga es resultado de una placa de metal sometida a un proceso intenso de destrucción para poder construir la imagen; la ambigüedad de la vida y la muerte transita en ella.
Posteriormente, con Mario (1992) se acercó a una representación más pop de un retrato; era un intento de ampliar su paleta de colores. También en los 90, Vivaldi lo inspiró para crear sus cuatro estaciones: cuatro grabados lleno de texturas y colores.
Sus animales son curiosos: unos revelan el placer por explorar la figura en sí, mientras otros son profundos y remiten a historias llenas de dramatismo. En su serie dedicada a la tauromaquia, se halla El toro rojo (1997) inspirado en una historia sobre el enfrentamiento de palestinos e israelíes en la Franja de Gaza.
Más adelante, encontramos El salto (1997), en que un hombre a punto de desvanecerse corre, se transforma y se vuelve ave fénix. Una hermosa pieza.
Series tan recordadas como las de sus cuerpos dulces, las del mar y la de sus íconos religiosos estimulan la contemplación. No son pequeñitas; sin embargo, los detalles obligan a que el espectador deje su impersonal lejanía en un museo y pase permanentemente cerca de los grabados.
Sobresale, para mencionar una, la mirada a los animales marinos en el mar nocturno, creación del 2008, encerrada en una salida que le dedicaron a su cariño por la playa, nacido de sus constantes visitas a Tivives. En aquel lugar tiene una casa donde descansa cada vez que puede y donde recoge troncos y otros objetos en sus caminatas sobre la arena, que luego le servirán para crear esculturas para su deleite.
Este agnóstico, que solo va a misa para funerales y otras obligaciones, exploró hace una década las posibilidades de los íconos religiosos; su interés, sin duda, era la imagen. De allí, surge La noche de apocalipsis (2006).
Su relación con la religión está marcada por la huella que le dejó en la memoria su abuela. “Ella era como una santera. Tenía un montón de santos y decía que Moreno Cañas la había operado. Todo olía al tabaco que fumaba. Me daba temorcillo y todo eso creció en mí”, cuenta este vecino de San Rafael Abajo de Desamparados.
La preocupación por la locura, el interés por lo que desatan los terremotos y la fascinación por los caballos llegan hacia el final de la exposición; son todas obras creadas en esta década.
En su caso, los equinos están asociados a sus visitas a Miramar (Puntarenas) cuando le prestaban un animal enorme en que él, muy chiquillo, se sentía el rey del mundo. Varias lecturas de las cabezas de caballo se unen en una pieza del 2013.
El cierre es realmente el inicio, donde empieza todo: las herramientas que durante estas décadas ha usado para estampar su universo gráfico en el papel.
Alquimista-artista
Hurgar en las obras de Rudy Espinoza es conocer sobre técnicas bastante complejas para que la imagen pase de una placa de metal al papel; todo con el color, el detalle y la precisión deseada. El aguafuerte, el grabado a buril, la cuatricomía son algunas de las que domina.
Al revisar estos 40 años, Rudy ve una carrera en la que se ha consolidado, en que no ha parado de producir y enseñar, en que ha sido perseverante y metódico, en que no se ha dejado vencer.
¿Por qué tanto amor por el grabado en metal, que es tan exigente? “Me sale bien. Cuando veo las placas de metal, me pregunto cuándo me doblegarán. Yo soy dibujante y veo una extensión de mi trabajo en el grabado en metal”, responde.
De tantos años, de tanta práctica, él es una especie extraña: un alquimista. Realmente hace magia con metales, ácidos, tintas, papeles, rodillos y dibujos; sin embargo, hay tanta ciencia detrás.
No se deja amedrentar por la zozobra de si algún día “alguna pelota extraña” le saldrá a causa de tantos químicos tóxicos durante mucho tiempo; solo debe lidiar con la diabetes. “Tengo 40 años en esto y no me ha salido nada; solo me quedé calvo, pero eso es de familia”, afirma con buen humor.
Todos los días se levanta, se toma un café, lee el periódico, desayuna, camina unos cuántos kilómetros y regresa a su taller.
No sale mucho, no le gusta porque lo desconcentra de su grabado. Le deja tiempo a la lectura y a su cita de los miércoles, cuando acude al Taller Nacional de Grabado en la Casa del Artista. El espacio le encanta porque él invita a aquellos creadores que cree le pueden aportar una visión interesante a su grupo.
No para de trabajar: piensa grabado y viaja grabado. Cuando sale fuera del país lleva un tubo repleto de sus obras, ya que nunca sabe quién las querrá ver o comprar.
Va a algunas ferias de arte; para vender, sí, pero sobre todo para conversar con otros artistas y mantenerse actualizado de qué está pasando.
Su obra no es biográfica, pero en ella se halla la impronta inconfundible de su tinta sangre. Vida, grabado, qué más da; la imagen es lo que queda grabada.