Los primeros Tres Tenores fueron mexicanos, pero no fueron tenores, y uno hasta fue barítono: Jorge Negrete. Los siguientes Tres Tenores (Pavarotti, Carreras y Domingo) no fueron mexicanos, aunque uno sí en cierto modo: Plácido Domingo. Lo criaron en México, hecho del cual le nace su reincidente afición a entonar rancheras con aires eurooperísticos y con iguales productos estético-alucinantes que el egregio boricua Daniel Santos habría alcanzado si hubiese cantado Lohnegrin. En cierto modo, la Scala de Milán no es la plaza Garibaldi, y ni siquiera viceversa.
Cual bien lo sabe la bella erudición de los pueblos, los primeros Tres Tenores del más puro rancherismo fueron Jorge Negrete, Pedro Infante y Javier Solís. Los conocen también por los Tres Gallos gracias a sus voces canoras. Calumnias dicen que los Tres Gallos rancheros cantaban al Sol pa' que saliese si era tan hombre, mas apenas lo anunciaban con su solo coro de oro.
Jorge Negrete aún arrastraba, hacia la música popular, la impostación lírica de las zarzuelas (años 40), pero esta equivocación se abandonó luego luego. Pedro Infante llegó entonces con su voz más suave que un secreto, pero insuficiente para llenar el ágora plebeya de la calle en serenata. Su encanto fue el cine: la gracia pura de la simpatía que lo tornaba a él en los otros.
El gran problema de Pedro Infante como vocalista es Javier Solís, la voz absoluta, el Ontos con mariachi, quien también grabó –en Nueva York– uno de los tres o cuatro inmarcesibles discos de larga duración de boleros, con la orquesta de cuerdas de Chuck Anderson.
Años ha, The History Channel curioseó con una encuesta en México y preguntó por los connacionales más admirados.
Muy propiamente, el primero fue don Benito Juárez, el héroe que llevó la dignidad de su patria en un coche fugitivo y volvió con ella en el carro de la gloria.
El segundo connacional admirado fue Pedro Infante, a sesenta años de su muerte voladora y trágica. Quizá nos asombre esta preferencia tenaz y agradecida si juzgamos frívolamente al personaje: un cantante armonioso pero tenue, un simple actor de cintas cariñosas y bailables; pero debe de haber más.
En el divagante prólogo de su libro Hombres representativos, R. W. Emerson intenta precisar cómo un hombre (hoy decimos ‘persona’) es un héroe: lo es pues representa los valores que compartimos o los que quisiéramos tener. Emerson postula: “Fundimos todos nuestros vasos en un solo molde”, el héroe.
Carlos Monsiváis acierta cuando afirma que Pedro Infante encarna “la simpatía, la ternura, la solidaridad, la lealtad, la fragilidad de hierro” (Escenas de pudor y liviandad, p. 108). Cuando uno vota por un héroe, quiere votar por sí mismo –y alzarse un poco hasta su héroe–.
Hombre-símbolo de un pueblo generoso, el noble Pedro Infante es como México: se hace querer.
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