Desde el cuarto piso de la Cueva de Luz , una torre de madera que se eleva en el centro de la ciudadela La Carpio, se ven los relucientes techos de zinc que se prolongan hasta el horizonte y sobre los escasos árboles. En una comunidad de más de 50.000 habitantes, ubicada en La Uruca, es la edificación más alta. Desde hace unos meses, es una esperanza.
En una esquina del edificio, un laberíntico entramado de salones, pasillos y escaleras, el niño Bryan Castillo esperaba el inicio de su clase de violín. “Me gusta como suena. Estaba en flauta, pero escuché el violín y quise pasarme. Lo hace a uno como... como alegre”, confesó. A su alrededor, como en una colmena, se movían en todas direcciones quienes entraban y salían de clases. El itinerario es ajustado y las clases son gratuitas y están repletas. Todos los profesores son voluntarios.
Por más de cuatro años, el Sistema Integral de Formación Artística para la Inclusión Social (Sifáis) ha tejido una red de colaboradores, estudiantes y donantes alrededor de un programa de formación en artes, deportes y actividades de integración social.
En una comunidad especialmente castigada por el estigma de la criminalidad y la violencia , una torre consagrada al arte parece asunto de fantasía, pero cada sábado, ebulle con la energía de decenas de niños, jóvenes y adultos que aprenden a tocar violín, a bailar ballet, a dibujar y a jugar ajedrez, entre más de 120 talleres.
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“Ha hecho algo muy bueno. Los chiquillos se han entretenido en algo bueno, de provecho, que les puede servir en el futuro”, dice Usvalda Bojorge, quien trae a su hijo a clases de violín y también asiste a sus cursos. La torrecilla está repleta de madres e hijos; por todas partes, se escucha el correteo de los pequeños.
Valor. Los sábados son los días más ocupados en la Cueva de Luz (toma su nombre del que era considerado el barrio más peligroso, la Cueva del Sapo). Desde antes de las 8 a. m., empiezan a llegar los inscritos en diferentes cursos. Los instrumentos evocan el bullicio de la calle principal de La Carpio, pero entre tanta actividad, sobresalen melodías y voces probando su afinación.
“Nace hace cuatro años y medio por interés de los vecinos en hacer una orquesta sinfónica”, dice Maris Stella Fernández, presidenta de Sifáis. “Cuando Alicia Avilés –la vecina que inspiró y cofundó el proyecto– me dijo que ese era su interés, quedé muy sorprendida, porque uno dice: en un precario, ¿una orquesta? Ella y yo habíamos tratado de preparar un grupo de fútbol, pero no a todos les gustaba. Así que a ella se le ocurrió que podíamos hacer una orquesta”, recuerda Fernández.
Hoy, tras más de ¢400 millones en donaciones y el esfuerzo de docenas de voluntarios, efectivamente cuenta con su orquesta sinfónica y una Camerata de Luz, que se han presentado en el Teatro Nacional. También hay grupos de rock , como Balance, y otras agrupaciones artísticas nacidas de las puras ganas de crear arte y divertirse.
Según Fernández, justo al llegar los voluntarios ven caer los estereotipos. Sí, en una zona así los niños pueden y quieren aprender a tocar un violín, un saxofón, una guitarra. “¿Cómo no van a aprender? Tienen exactamente las mismas capacidades que cualquier chico que vive en el mejor edificio de Escazú. Las personas somos más que todo la parte interior: las ganas de vivir, superarse, aprender, y no lo que tengamos”, considera la fundadora.
La Carpio es el mayor asentamiento migratorio en Centroamérica ; poco menos de la mitad de sus habitantes son de origen nicaragüense. Una calle estrecha es el único acceso y la rodean dos de los ríos más contaminados del país. El espacio, por lo tanto, es precioso; cada metro cuadrado se aprovecha al máximo, pero la infraestructura es insuficiente.
Por ello, un edificio como este debe acomodar una actividad tan agitada. Aún falta recaudar más de ¢55 millones para completar la construcción.
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Inspirado. En uno de los pequeños salones de clase, un joven de 17 años tarareaba Mis ojos lloran por ti para que su profesora la usara de ejemplo y le enseñase cómo cantar. Ella no la había escuchado, pero era la mejor forma de enseñar. “Es nuevo. Es una forma diferente de respirar. No te preocupés”, le decía ella. Por una abertura en el techo, un niño se asomó y sonrió. Esperaba el turno para su propia lección.
En el pasillo, el muchacho me dijo: “No solo quiero cantar: quiero aprender un poco de todo”. En la mano, papeles judiciales: un robo, hace dos años. “Hasta hace un mes salió el caso y yo no sabía qué hacer; pensaba que me iban a manchar la hoja. El muchacho me pidió solo que estudiara y que estuviera haciendo horas comunitarias”, explicó. Hasta ahora, ha llevado inglés, teatro, canto, piano... Quizás pruebe más, porque teme aburrirse. Por no tener más que hacer, terminó en una pandilla. Cuando ocurrió el robo, lo dejaron solo. Así supo que era hora de cambiar.
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La criminalidad y el desempleo limitan oportunidades para habitantes de comunidades de este tipo. Para Fernández, el arte puede ser el puente hacia oportunidades inimaginables hace unos años.
“La premisa en el Sifáis es que los catalizadores de ese desarrollo social y económico puede estar en manos de los artistas. A través de la enseñanza y el aprendizaje de una destreza artística, puede propiciarse la inclusión de las personas”, explica.
“Es posible generar una revolución constructiva desde un lugar que era el ícono de criminalidad y convertirlo en un epicentro de comunidad y cultura. Es tratar a las personas con la dignidad que tienen”, dice Fernández.
Aparte del obvio reto de la recaudación de fondos, al proyecto le falta consolidar la calidad de sus cursos y contar con más programación para el resto de la semana, pues sábado y domingo ya están copados. ‘Al proyecto le hace falta mucho, no tanto en la cantidad de cursos, sino en que todas las personas de La Carpio puedan sentirse identificadas con el proyecto. La gente que viene aquí es la que lo conoce desde hace mucho tiempo, pero hay personas que viven alrededor que no se acercan. Hace más falta trabajo “con comunidad” que “en comunidad”; eso ya está’, considera una de las profesoras de música voluntarias, la también trabajadora social Stephanie Vargas, de 23 años.
Como centro cultural, la Cueva de Luz ha abierto una ventana a opciones que, de otro modo, jamás hubiesen llegado aquí. “Desde que comenzó han cambiado muchas cosas. Ya la gente no está en sus casas sin hacer nada. Cualquier día de la semana, voy caminando por la calle, y en una casa escucho un saxofón, una flauta...”, comenta Josué Campos.
El joven vecino de la comunidad es miembro de la banda Balance. Luis Montalbert, de Gandhi, y Rafa Castro, de Sight of Emptiness, han sido profes. Las puertas se abren a quien desee enseñar un arte u oficio.
La torre aún puede crecer, por fuera y por dentro. Dice Fernández: “Primero debés tener las ganas, la voluntad, el propósito. Después el dinero viene de algún lado”. Detrás, una docena de mujeres se preparaba para una clase de bordado. Más atrás, una batalla de ajedrez no arreciaba. Arriba, sonaba el zapateo del baile. En la distancia, se veía otra hilera de niños bajando la cuesta hasta las puertas de la Cueva de Luz.
El Centro de Integración y Cultura del Sifáis de la Carpio (Cueva de Luz) nació hace cuatro años. El edificio se inauguró hace dos meses, aunque sigue siendo necesario recolectar fondos para completar la infraestructura. Lea más información y done en el sitio web www.sifais.org