A nadie se parecía. Solo obedecía las leyes del querer. Murió el 15 de abril de 1957. ¡Qué curioso! Fue lunes santo. ¿Sería porque de niño tuvo el mismo trabajo que Cristo: carpintero?
Desplegaba sus encantos de macho bravío, así como cantaba, montaba a caballo y tocaba la guitarra, las tres cosas a la vez; con esa sonrisa que era como una cucharada de miel, aunque a veces la vida no valiera nada.
Vivió con mucha rapidez; nunca se entretuvo en el surco. Apremiado por la miseria familiar ni terminó el cuarto grado y consiguió el primero de una seguidilla de chambas: policía, mecánico, boxeador, jalasacos, vendedor y jefe de mandaderos.
Todas le sirvieron para interpretarse a sí mismo y llegar a ser el Ídolo de Guamúchil –Sinaloa–, el hijo del pueblo, el culmen del cine mexicano que lo mismo fue un caudillo templado al fuego que un infeliz obrero, en fin: Pedro Infante.
Venía de un mundo raro: querendón, emotivo, monógamo y polígamo según le roncaba; creyente y parrandero, buen hijo, buen padre, buen amigo, charrasqueado y jugador, pero más que eso: ¡auténticamente simpático!
Como los héroes homéricos fue más allá de sí mismo y desafió a su propio numen; hizo lo que no sabía hacer y se le ocurrió la absurda idea de pilotar aviones.
Fanático de las aeronaves logró acumular 2989 horas como piloto, registrado con el mote de Capitán Cruz. De nada valieron las advertencias, era un cabezón.
Una vez intentó una maniobra y el avión perdió altura; terminó clavado en un plantío de maíz y le quedó de recuerdo una cicatriz cerca de la barbilla. En otra la nave se desplomó y le colocaron una placa de platino en el cráneo.
Intentó ganarle a la muerte con cartas marcadas; a primeras horas del 15 de abril de 1957 despegó del aeropuerto de Yucatán, en un viejo bombardero de la Segunda Guerra Mundial.
El ídolo inmortal cayó como un cometa, hecho una bola de fuego. El sol se detuvo un instante. Más de un millón de personas acudieron a su funeral; la masa humana se confundía con los miles de flores y de tristezas.
Un manto de multitudes se derramó en torno al lento paso del cortejo, por las calles de México; cien mil crespones tapizaban el féretro que depositaron en una tumba abierta en el Panteón Jardín, convertida por las adoradores venideros en muro de las lamentaciones y en tierra de milagros; porque Pedro Infante –ídolo de los pobres – purifica todo lo que tocan sus manos.
¿Adónde se fue, veloz y fatigado? ¿Quién dice que murió? Si cuatro generaciones en todo el planeta lo evocan en plena era digital, tararean sus canciones, reviven sus poses y enamoran, como solo Pedrito sabía: ¡Despacito, muy despacito!
Volando bajo
Aunque no se creía el rey de todo el mundo, cuando Pedro murió era el cantante más conocido, rico, envidiado y amado de todo México.
El ídolo aterrizó en tierras de Sinaloa, allá por el 18 de noviembre de 1917; fue el cuarto de 14 hermanos, de los que la muerte se echó nueve al coleto. Ningún guionista le tuvo que enseñar a interpretar desharrapados o hacer de tripas chorizo.
A duras penas aprendió las primeras letras, porque había muchas panzas hambrientas en la familia. Probó en todos los oficios y labró una personalidad como la de Pepe El Toro, la última película de la lacrimógena serie Nosotros los pobres y Ustedes los ricos .
Pedro era valiente, generoso, noble, de una pieza, más bueno que el pan dulce y enamorado como un gallo viejo.
Sus padres, doña Refugio Cruz y don Delfino Infante, se llevaron a toda la tropa de mocosos a Guamúchil, un pueblito sacado de Pedro Páramo; ahí comenzó a cantar en cuanta fiesta caía y formó La Rabia , un grupillo de atarantados que cobraba a diez centavos.
Guapo, con una voz extraordinaria y una labia venenosa, a los 17 años preñó a Guadalupe López, su primera novia. Después conoció a María Luisa León, que le llevaba 10 años, y esta lo alborotó para que se fueran –en 1939– a la capital, donde se casaron.
Las conexiones de María Luisa lo impulsaron al estrellato. Llegó a filmar 60 películas, grabó 344 canciones, se cansó de dar conciertos y encarnó, como nunca nadie lo había hecho, al hombre que viene del campo a la urbe para trabajar en la naciente industria manufacturera de los años 40.
Sus filmes recrearon con una perfección sociológica los barrios de los obreros, la cultura de la vecindad –las viviendas con un patio común que popularizó el Chavo del Ocho– el macho, los estereotipos y mitos del mexicano.
Pedro tuvo un vicio: la aviación; y muchas pasiones: las mujeres, porque el amor no se gasta.
Alguien fue donde la León, con el chisme del amorío de Pedro con la bailarina Guadalupe Torrentera, que era apenas una adolescente. Ni modo. Se casó con ella y tuvieron tres hijos; el idilio duró hasta 1952, cuando pegó de frente con Irma Dorantes. La adoró, procrearon una niña, hasta que –otra vez– María Luisa logró anular el matrimonio, porque nunca se habían divorciado legalmente.
Con 39 años Infante estaba en la plenitud de la fama y la gloria; sin arrugas, sin canas, sin achaques; ni desentonado, ni aburrido, ni hecho un despojo, la suerte le sonreía. Hasta que la parca lo llamó a cuentas y no se rajó.
Se fue: como muere el sol en los montes, como la luz agoniza, pues la vida, en su prisa, nos conduce a la muerte.