Ni la debía ni la temía. Ni tiempo tuvo de portarse mal, o al menos seguir el manual de la estrella caída en desgracia; más bien fue una estrella, estrellada, en el sentido más literal del término.
Su fulgurante fama solo le duró nueve meses, pero fue tan intensa que todavía hoy, 56 años después, su recuerdo sigue vivo entre quienes lo consideran el padre del rock latino.
Apenas frisaba los 17 años y de peón en las plantaciones californianas se elevó como un papalote hacia las nubes, hasta que la muerte súbita le torció el brazo.
El que es salado… es salado. Nunca se ganó nada y el día que le tocó la suerte, más bien fue una desgracia. Una moneda al aire le permitió conseguir un campo en una avioneta para llegar más rápido a un concierto en Minnessota.
La nave se elevó bajo una tormenta de nieve y apenas recorrió unos metros en el aire; el piloto era un joven inexperto que interpretó mal los instrumentos y el aparato cayó en picada. Lo que prometía ser una carrera sin parangón, fue solo una brisa de verano.
Mejor volvamos al principio. Los padres del malogrado cantante, José Steven Valenzuela y Concepción –Connie– Reyes, emigraron de México al Valle de San Fernando, en California, y ahí trabajaron de sol a sol como recolectores de naranjas, por un puñado de dólares diarios.
Hasta donde se sabe el papá alentó a su retoño a tocar la guitarra, la trompeta y la batería, también le enseñó algunas palabras en español porque el niño apenas farfullaba en ese idioma.
Desde los cinco años demostró un talento inusual y la perseverancia de un fraile; si bien era zurdo, se empeñó y dominó a la perfección la versión diestra de una guitarra que su padre le obsequió. En los recreos de la Pacoima Junior High School , el pequeño entretenía a los otros párvulos con sus rasgueos y canciones improvisadas.
Para que practicara el español, recordó Connie en una entrevista publicada en Los Ángeles Times , solía llevarlo a él y a sus hermanos Robert, Irma y Connie al Million Dollar Theater, para ver las películas de Cantinflas y del charro cantante Tito Guizar.
En la casa paterna aprendió los ritmos populares de sus ancestros, que combinó con el rock and roll y las melodías de Little Richard, el roquero que mas influyó en su estilo musical.
Como aparte de su talento el jovencito dominaba varios instrumentos, esto le permitió unirse a la orquesta de baile The Silhouettes, con solo 14 años. El muchacho iba para arriba como un “cuete”.
Pasaron dos años y a los 16 lo escuchó Bob Keane, un cazatalentos artístico, que se lo llevó sin preámbulos al estudio de grabación y de paso le cambió el nombre; como se acostumbra en Hollywood cuando alguien tiene madera para algo pero se llama Ricardo Esteban Valenzuela Reyes. Como los mercadotécnicos son tan creativos decidieron reducirlo a uno más sonoro y agringado: Ritchie Valens.
A Connie no le gustó para nada que su hijo comenzara a llegar a la casa pasada la medianoche, pues Bob le había conseguido unos contratos para cantar en los clubes de la época.
Keane era el dueño de Del-Fi Records y grabó el primer sencillo de Valens con el tema original Come On, Let’s Go , que vendió 750 mil copias y condujo al promisorio intérprete a una corta gira por Estados Unidos.
La melodía ocupó el puesto 42 entre las preferidas de los jóvenes norteamericanos; estaba inspirada en la expresión usada por la madre de Ritchie para motivar a sus hijos cuando la familia iba a pasear.
A la velocidad de un tren sin frenos volvió a grabar una pieza escrita para su novia del colegio, Donna Ludwig. En octubre de 1958 lanzó otro disco, en la cara A, Donna , y en la B, La Bamba .
Esta última sería la canción-epitafio con que –tras su muerte– las generaciones siguientes lo recordarían, y se convertiría en una especie de himno de masas.
La letra de Donna correspondía al amor edulcorado de los adolescentes de los años 50, que surgía entre malteadas, hamburguesas, cine al aire libre y niñas de sueter ajustado, faldas largas, medias cortas y caritas de “me muero porque me muero.”
El caso de La Bamba fue diferente. Con los años alcanzó celebridad por sus rápidos rasgueos guitarreros y el empleo de un instrumento hasta ese momento novedoso: el bajo eléctrico.
Yo no soy marinero…
Ritchie y su destino se dieron la mano en enero de 1959, cuando firmó el contrato para la gira Winter Dance Party , junto al popular Buddy Holly y J.P., The Big Bopper, Richardson.
El grupo recorrería 20 ciudades del medio oeste norteamericano. El invierno estaba a 30 grados bajo cero, las distancias eran muy largas y los artistas viajaban hacinados en un bus. Pero eran roqueros y las incomodidades formaban parte del viaje.
La situación empeoró después de actuar en el Surf Ballroom de Clear Lake, Iowa. La calefacción del vehículo se averió, Buddy Holly estaba con síntomas de congelamiento y Big Hopper se resfrió.
Para salir del enredo Buddy tuvo la infeliz idea de alquilar una avioneta y viajar él y sus músicos, Waylon Jennings y Tommy Allsup, a Minnessota para la siguiente parada de la gira. Pensaban dormir calientes, descansar y quedar como nuevos.
Jennings prefirió cederle su lugar a Richardson, afectado por la gripe, y Valens decidió sortear a cara o cruz el campo destinado a Tommy.
Así como hay que desconfiar de los griegos y sus regalos, la nuez le cae en suerte al que no tiene dientes. Valens ganó.
El aparatejo volador despegó aquel 3 de febrero de 1959 bajo una intensa nevada; la visibilidad era nula y desde el aire solo se veía un manto blanco.
Ya fuera por el mal tiempo, la impericia del piloto, la mala suerte de Valens o simplemente que les tocaba morirse, el avioncillo despegó, tatareó en el aire y se desplomó sobre un campo cercano al aeropuerto. Todos murieron.
Si la muerte de Valens fue trágica, aún más las penurias que afrontó Connie. Tardó ocho días en recuperar el cadáver de su hijo, porque no tenía dinero para el transporte en avión hasta Los Ángeles.
Keane envió el catafalco, como un paquete más, en un tren. Eso sí, en esa semana se apresuró a producir un álbum póstumo y trató de que Connie le pagara una factura de $4 mil dólares, por el funeral del cantante. Así lo comentó la madre en una entrevista a Los Ángeles Times .
Según reconoció después, Bob controló los derechos de autor de Ritchie y se apropió el Thunderbird, modelo 57, negro y cromado que pertenecía al difunto.
A su manera, cada quien se aprovechó del finado. Donna, la pelirrubia y desolada musa, apareció en un artículo que publicó Los Ángeles Times . Estuvieron juntos dos años y medio, pero a los 16 años ninguna perdida es irreparable –menos un novio– así que Donna sufrió unos días, la pasó compungida y después siguió su vida.
La fama de Valens sobrevivió a la tumba gracias a La Bamba y fue recuperada, corregida, aumentada y tergiversada en una película homónima filmada en 1987 y protagonizada por Lou Diamond Phillips, Esai Morales y Rosanna de Soto.
Lou Diamond se parecía tanto a Ritchie, como un cangrejo a una oveja; es filipino, casado cuatro veces, sentenciado por violencia doméstica y encasillado en papeles de bueno, sin pena ni gloria.
Por supuesto que nadie desea morir joven, a punto de llegar al estrellato y peor aún de manera violenta y absurda.
Pero si se trataba de una promesa musical como Ritchie Valens, con talento y un par de éxitos musicales a cuestas, la caja registradora de los promotores disqueros emitía un sonido angelical.