Allí estaba el cachorro, asustado. A su madre la mataron en Nicaragua para despojarla de su piel y él –de apenas tres meses– ya tenía precio fijado en el mercado de Liberia, en Guanacaste.
Bastó una llamada para movilizar a las autoridades que velan por el ambiente, quienes arrebataron el jaguar a sus captores.
Sin madre, no había quién le enseñara a cazar y defenderse. Él, destinado a ser majestuoso en el bosque, nunca sabría lo que es orientarse al escuchar el canto del agua, sentir la tierra viva en cada pisada, saborear la sal que viene con la brisa... Saberse libre.
Hoy, los días de Tiggy –aunque colmados de atenciones y cuidados en el centro de rescate Las Pumas, en Cañas– se reducen a una jaula de metal donde ha permanecido 21 años.
Este caso no es la excepción. Cientos de animales silvestres son condenados al cautiverio porque el ser humano los extraen del bosque para convertirlos en mascotas, los hieren como consecuencia de sus actividades y no faltan los casos de maltrato, personas que ven divertido apedrearlos y machetearlos.
Según datos del Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac), hace diez años en los centros de rescate, zoológicos y zoocriaderos residían 500 lapas, 100 monos y 80 felinos. Actualmente, las autoridades trabajan en realizar un inventario para precisar esa cifra.
Intervención humana. Un golpe llevó a Jicaral a vivir en un estanque. El trauma en su cabeza hizo que la tortuga marina quedara viendo al lado izquierdo y sea incapaz de alimentarse por sí sola. Flota, porque no logra sumergirse.
El personal del Parque Marino del Pacífico, en Puntarenas, cuida de ella: le dan alimento a través de una sonda y procuran que su caparazón se mantenga en buenas condiciones. No le falta agua salada en el estanque, pero sí la inmensidad del océano.
Los 28 centros de rescate que operan en el país reciben unos 2.000 animales silvestres al año. Solo Zoo Ave , en La Garita de Alajuela, ha recibido 4.000 animales silvestres en lo que va de este año.
Llegan allí por decomisos del Sinac, la Fuerza Pública o el Servicio Nacional de Guardacostas (la tenencia y comercialización de vida silvestre es delito). También, tanto particulares como bomberos llevan los heridos en accidentes o maltrato. Muchas personas –cansadas de lo que nunca debió ser una mascota– realizan entregas voluntarias.
“Lo que más tratamos son traumatismos por atropellos, pedradas y machetazos”, dijo Marta Cordero, veterinaria de Las Pumas.
“Nos llegan perezosos quemados o electrocutados, mucho huérfano porque les matan a la mamá”, agregó Aleida Méndez, subdirectora de la clínica de Zoo Ave.
“Nos llegan muchas aves marinas y el 80% de ellas vienen con alas fracturadas, incapaces de volar”, destacó Natalia Corrales, bióloga del Parque Marino del Pacífico.
Aunque los centros de rescate buscan devolverlos al bosque, no todos sobrevivirían debido a sus heridas y traumas. Entre un 7% y 20% de los animales que ingresan nunca vuelven a ser libres.
“No importa cómo se maneje, el cautiverio es un proceso duro y traumatizante”, comentó Cordero y añadió: “Soñamos con que cada animal que llegue se libere, esa es la meta de todo centro de rescate, y es muy duro dejarlos en cautiverio”.
Encierro. Criado como mascota, el cocodrilo sin nombre del Zoo Ave ya sabía cómo era vivir en cautiverio cuando llegó a ese centro de rescate, hace 20 años. Otros, simplemente se rehúsan a permanecer en una jaula.
“Cada animal que llega pasa un proceso de duelo, pero en primates es más marcado y en congos es mucho más. A veces, siento que algunos se dejan morir, en medio de ese proceso. Puede ser que estuvieran bien, pero luego mueren”, comentó Cordero.
Es que, en cautiverio, la vida se prolonga. “En los felinos, la esperanza de vida es mayor. En jaguares se registra hasta 25 años y en estado natural viven unos 12 ó 13”, comentó Esther Pomareda, bióloga de Las Pumas.
“A un animal en cautiverio se le mata en vida: biológicamente ya no cumple un papel en el ecosistema y metido en una jaula ve pasar sus días sin propósito, si no existe un programa de educación ambiental que enseñe las consecuencias de nuestras acciones”, reflexionó Cordero.
El encierro también trae consigo enfermedades físicas y alteraciones del comportamiento.
“Las aves no están hechas para caminar, esa es la realidad. Al no poder volar, empiezan a tener problemas en sus patitas. En el caso de las tijeretas, se les empiezan a entumir las patas, les da un tipo de artritis y sufren mucho”, manifestó Corrales.
“Por el mismo estrés, el ave se arranca las plumas y, a veces, la piel. Es una enfermedad que cuesta curar y muchas veces fallecen”, comentó Joseph González, del Zoo Ave.
Para tratar de contrarrestar el estrés, Pomareda procura que las jaulas luzcan como el hábitat natural de la especie. Para ello, utiliza troncos, hojas e incluso árboles para “decorar” el recinto y estas se cambian constantemente.
También se varía el lugar donde se coloca la comida para obligar al animal a buscarla.
Para frenar la monotonía, se tienen juegos. Por ejemplo, Pomareda rocía con perfume uno de los troncos del jaguar Rafa porque, al contener una feromona, esto estimula al felino. Otro juego consiste en darles “helados” de sangre, los favoritos de Tiggy.
“El enriquecimiento ayuda a romper la conducta que el animal suele agarrar cuando se siente en medio de cuatro paredes que es el estrés, el cual se refleja en el caminado o se muerde”, explicó Pomareda.
Cae la tarde y Tiggy bosteza mientras los venados de la jaula del lado se acercan a la malla. Al jaguar, no le molesta. Tiggy nunca dejó de ser un cachorro de tres meses... nunca ha sido salvaje.