Hoy en día, las personas nos aferramos a objetos que pertenecieron a nuestros antepasados como una forma de honrar su memoria e incluso tenerlos cerca, aunque ya no sea posible.
Ese sentir no es muy diferente al de los pobladores que habitaron el valle del Jícaro, ubicado en bahía Culebra de Guanacaste, hace más de 1.000 años.
A partir de los huesos de sus muertos, estos descendientes de los mesoamericanos elaboraban objetos como pulseras o peinetas que se ponían como una forma de “llevar a sus ancestros en vida” y con ello honrar su memoria e influencia.
“A veces vemos la época precolombina como oscura, pero la verdad es que hubo mucha luz. La gente tenía mucho color, valoraba la familia y celebraba la vida”, dijo Virginia Novoa, arqueóloga del Museo de Jade.
Precisamente, la exposición Vida y muerte en el valle de Jícaro busca dar a conocer cómo se vivía en este asentamiento precolombino ubicado en la costa.
Para ello, los arqueólogos se valieron de 100 objetos que evidenciaran la cotidianidad de las personas que vivieron en este valle entre el 800 y 1.300 después de Cristo (d. C.).
“Uno en los museos ve los objetos, pero hay que entender que detrás de estos hay personas y eso es lo que queremos rescatar con esta exposición, queremos ver a la gente”, destacó Novoa.
El guion de la muestra se basa en las investigaciones realizadas, entre 2005 y 2008, por los arqueólogos Felipe Solís y Anayensy Herrera, las cuales fueron auspiciadas por la empresa Ecodesarrollo Papagayo.
La exhibición permanecerá abierta al público hasta el 19 de setiembre y forma parte de las actividades en conmemoración del 130 aniversario del Museo Nacional y el 40 aniversario del Museo del Jade, del Instituto Nacional de Seguros (INS).
Culto a los ancestros
El sitio arqueológico se extiende a lo largo de cinco hectáreas.
Aunque se analizaron objetos que revelaron aspectos como actividades productivas y comerciales, los enterramientos brindaron información arqueológica que por primera vez se registra en el país.
En total se estudiaron 237 fosas funerarias correspondientes a 442 individuos; esto, dado que eran unidades familiares.
Contrario a otros grupos que enterraban a sus muertos de forma flexionada, los pobladores del valle costero disponían los cadáveres en posición extendida y de espalda. Aparte de las ofrendas fúnebres, los huesos de los antepasados se depositaban alrededor del muerto.
“Los pobladores de este valle exhiben un fuerte lazo con sus ancestros y eso propicia que posteriormente haya un retiro de ciertos huesos para confeccionar adornos que van a llevar las personas en vida como recordatorio del antepasado”, explicó Solís.
En la exposición se pueden observar peinetas confeccionadas con fémures y tibias, así como pulseras cuyas cuentas son dientes o brazaletes hechos a partir de mandíbulas.
Como el objeto es fabricado a partir de los restos del ancestro, el trabajo artesanal conlleva un riguroso cuidado y es estéticamente elaborado.
En cuanto a las ofrendas fúnebres, estas no eran cosas nuevas, sino objetos que las personas usaron en vida.
En este sentido, y para fines educativos, se recrearon tres fosas: un guerrero, un artesano y una líder de la comunidad.
La líder resultó ser una mujer de unos 40 años, cuya fosa funeraria consta de dos niveles.
En el superior se encontraron las ofrendas, así como sus húmeros (huesos del brazo) formando un marco, mientras que en el nivel inferior estaba el resto del esqueleto. “Ella fue la única persona que tenía un tiesto sobre el cráneo”, dijo Solís.
Entre las ofrendas, se observaron cuentas de oro, perlas, ámbar y la única cachera de venado que apareció en el sitio.
Guanacaste: multicultural
Uno de los aportes que realiza esta exposición es revelar la existencia de otro grupo humano que vivió en Guanacaste, que además era costero.
“Erróneamente nos enseñan que Guanacaste solo estuvo ocupado por chorotegas y eso no es cierto. La arqueología, genética, lingüística y etnohistoria nos habla de diversos grupos que vivieron antes de los chorotegas ”, manifestó Solís.
De hecho, los primeros ocupantes de bahía Culebra eran de ascendencia chibchense; es decir, grupos emparentados con las actuales poblaciones indígenas de Talamanca.
También, y según Novoa, los mesoamericanos desarrollaron una serie de exploraciones previas, pero sin llegar a asentarse en este valle.
Fue alrededor de los años 800-900 d. C. cuando se dieron una serie de cambios en la dieta, patrones funerarios y en la iconografía presente en la cerámica, que indicaron el arribo de poblaciones mesoamericanas a las costas de bahía Culebra.
Según Novoa, se cree que esa migración ocurrió debido a la inestabilidad política que se vivió en el periodo posclásico en México y Centroamérica.
Los arqueólogos Solís y Herrera lograron datar la ocupación en Jícaro entre los 800 y 1.300 d. C., gracias a 19 fechas establecidas a partir de la técnica de carbono 14.
En este sentido, Jícaro corresponde al periodo arqueológico conocido como Sapoa.
Comerciantes de sal y conchas
En el sitio arquelógico se hallaron cuatro lugares con casas. Las viviendas eran pequeñas y circulares, medían entre 8 y 10 metros de diámetros. Por esa razón, Solís cree que allí habitaban familias nucleares y no grupos muy extensos.
Cerca de las viviendas se encontró evidencia de huertos donde se hallaron restos de maíz, frijoles, jocotes, jobos y nances. Los concheros revelaron un extenso consumo de moluscos y pescado.
Los pobladores del Jícaro se dedicaban a la producción de sal, a elaborar tejidos teñidos con caracol de múrice, a secar carne de pescado y moluscos así como a confeccionar adornos y utensilios con conchas. Estas actividades propiciaron el intercambio comercial.
Los tejidos teñidos con tinte de múrice eran muy preciados en la época. No se encontraron caracoles en los concheros, ya que las personas soplaban el molusco para que este liberara el tinte y luego lo devolvían al mar.
En cuanto a la sal, esta la sacaban de zonas cercanas a los manglares. Al bajar la marea, las personas raspaban la fina capa de sal que quedaba en la superficie arenosa. La trasladaban en vasijas y, con ayuda de filtros elaborados con hojas, separaban la sal de la arena.
El agua salobre se ponía a hervir en vasijas hasta su evaporación, mientras que la sal se iba depositando en el fondo. Una vez se llenaba la vasija, esta se retiraba del fuego y al enfriarse, estando ya la sal endurecida, se quebraba. El resultado era un "pan de sal", como lo llamaron los españoles, que constituía el producto a comerciar.
Asimismo, en el valle se encontraron dos sitios donde habían entre 40 y 50 hornillas de barro. Estas no se usaban al mismo tiempo, sino que unas remplazaron a otras pero allí quedaron los restos de las viejas.
Se cree que en estos lugares se hacía la extracción de los moluscos. En vasijas grandes, se hervían las conchas hasta que estas se abrían y liberaban al animal. Según Solís, el 90% de las conchas encontradas en estos sitios no evidenciaban golpes, por lo que se cree que el hervido era la técnica más utilizada.
Biodiversidad del valle
La mayoría de los valles y mecetas alrededor de bahía Culebra muestran indicios de ocupación. En el caso del Jícaro, este es un valle confinado. Al norte, sur y oeste se observan laderas muy empinadas y el acceso más fácil era por mar.
El valle es pequeño, mide 300 metros de norte a sur y 150 metros de este a oeste. Sus cuatro quebradas explicarían, en parte, por qué las personas decidieron asentarse en este lugar
Los 30 concheros encontrados en el sitio evidencian que el mar era la principal fuente de recursos. Aún así, en los concheros se han hallado restos de venado cola blanca, armadillo, pava y tepezcuintle.
De hecho, los pobladores utilizaban los huesos de venado y saíno para confeccionar destuzadores de elotes y agujas para coser redes de pesca, así como punzones y raspadores de pieles.
Los dientes de tiburón y jaguar eran usados en collares y pulseras. Las vértebras de tiburón incluso servían de orejeras.
En cerámica, las tortugas y armadillos eran motivos comunes en los adornos.
Por su parte, las conchas eran utilizadas como espátulas, cucharas y para elaborar otros utensilios de uso doméstico, pero también como instrumentos musicales.
Los cambutes, por ejemplo, se empleaban como trompetas y las conchas como cuentas en tobilleras que sirvieran para generar sonido durante las danzas.
Los arqueólogos saben con certeza que en el valle del Jícaro se trabajaba la concha a nivel artesanal porque encontraron materiales pertenecientes a diferentes fases del proceso de manufactura.
"Eso demuestra especialización", destacó Novoa.
Cerámica mesoamericana
La herencia mesoamericana se denota en la alfarería policroma del valle. Incluso en su iconografía, ya que se observa cerámica con diseños de la serpiente emplumada y el dios de la lluvia.
En Jícaro se hallaron fragmentos de cerámica con huella de textiles. Las personas usaban un molde para hacer las vasijas. En el fondo del recipiente se ponía una tela y encima de esta se colocaba el barro fresco. Eso daba una base para después hacer el resto de la vasija.
En las fosas funerarias se encontraron vasijas con tapas de concha. En estas habían vértebras de pescado, por lo que se cree que estas servían para almacenar ofrendas de alimentos.
La estética en el valle del Jícaro
En los enterramientos se encontraron, en al menos 25 casos, restos óseos que presentaban deformación craneal y limadura dental.
Al igual que en otros poblados mesoamericanos, hombres y mujeres recurrían a estas modificaciones corporales como una forma de manifestación estética.
Para lograr la deformación craneal, se entablillaba la cabeza de los bebés desde temprana edad para así moldear el cráneo.
En las fosas funerarias también se hallaron cráneos humanos que presentaban marcas de descarnamiento. Eso revela que en este poblado se practicaba el ritual de la "cabeza trofeo".
"Jícaro es el primer sitio en Costa Rica donde se registra arqueológicamente, gracias a evidencia directa, esta tradición", manifestó Solís.
Objetos de huesos humanos
Ante la duda, los arqueólogos realizaron análisis de laboratorio para determinar si los huesos eran humanos o animales, comprobando lo primero.
En el Jícaro existían artesanos especializados en labrar huesos humanos. Utilizaban principalmente húmeros, fémures y tibias. "Tenían una técnica muy exquisita de labrado", comentó Solís.
Los dientes se perforaban y estos se usaban como cuentas para elaborar pulseras.
En cuanto a las mandíbulas superiores, a estas se les perforaba un agujero por el cual pasaba una cuerda y así, la persona podía usarla como brazalete.
En el valle, las personas vivían en promedio 35 - 40 años.