Para fines del siglo XIX la agenda urbana de los nuevos inquilinos del Estado costarricense; los liberales, fue tomada por una especie de “sensación nacionalista”; un especial propósito por impulsar desde las esferas del poder el establecimiento de instituciones (Biblioteca Nacional, Instituto Geográfico Nacional, Teatro Nacional) y espacios públicos (Parque Morazán, Parque Juan Santamaría y Parque Nacional), con el firme propósito de brindarle a la nación renovados aires cosmopolitas.
Estos dirigentes políticos, muy vinculados con el renglón de las exportaciones en particular y del comercio exterior en general, en su afán por dinamizar la economía capitalista local y promover el gusto por el arte, implementaron un conjunto de iniciativas, que no solo pretendían el rescate y armonización del pasado, sino la expansión del perímetro de la ciudad.
En este contexto, la prensa escrita llevó el pulso de los avances experimentados en tal dirección. En un corto periodo de tiempo que apenas supera el lustro, destaca la inauguración del parque y del monumento al héroe nacional Juan Santamaría (1891); la creación del parque y develación del Monumento Nacional (1895) y el levantamiento del Teatro Nacional (1897), algo inédito en la historia de la nación. Este fervor constructivo guarda una estrecha relación con el proyecto de nación que se impulsaba con fuerza y que tenía como antecedentes notables la reforma educativa y la reforma jurídica, cambios con pretensiones modernizantes como es de suponer.
15 de setiembre de 1891
Transcurridos 70 años desde la firma del acta de independencia, se inauguraba en Costa Rica una estatua y un parque en honor al héroe Juan Santamaría, surgido de la campaña militar contra las huestes filibusteras que invadieron el istmo centroamericano y libraron una cruenta guerra a mediados del siglo XIX (1856-1857).
La fecha en cuestión presenta tintes simbólicos pues asocia de forma directa la ruptura colonial de 1821 con la derrota de William Walker, escenarios donde se reivindicaba el carácter local y criollo, ante el legado del conquistador y la nociva presencia del invasor. La estatua recibió el patrocinio del Poder Ejecutivo desde 1887, cuando este promovió una suscripción nacional destinada a erigir un monumento en honor del mencionado soldado. Si bien es cierto, el dinero recaudado entre militares y civiles fue insuficiente para cubrir un proyecto de semejante envergadura, sí logró que cientos de personas contribuyeran y con ello se sintieran parte del majestuoso bronce que se levantaba en Alajuela.
Seis meses antes de la inauguración la prensa destacaba lo siguiente: “La estatua de este salvador de la Patria costarricense llegó ayer a la ciudad de Alajuela, cuna de su nacimiento, donde será colocada dentro de poco tiempo, no omitiendo ningún sacrificio, para darle la debida solemnidad que un acto como este merece” (El Ferrocarril, 05/03/1891). Como se puede apreciar, con suficiente antelación se llevaban a cabo los preparativos del homenaje al héroe, con un monumento contratado en Francia y trasladado hasta el centro del país en los rieles del recién inaugurado ferrocarril al Atlántico.
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Junto a esta obra no se escatimaban esfuerzos por dotar a la escultura europea de un espacio acorde con ella: “Estando al terminarse la formación del Parque Juan Santamaría en la ciudad de Alajuela, donde debe colocarse la estatua que para perpetuar la memoria de aquel héroe se ha mandado a erigir, el Presidente de la República acuerda: Señalar para la inauguración oficial del monumento conmemorativo el día quince de setiembre próximo. Es señor Secretario de Estado en el despacho de Guerra, queda encargado de dictar las disposiciones correspondientes a la solemnidad con que debe verificarse dicho acto” (La Prensa Libre, 26/08/1891).
Este parque y su estatua, no solo vinieron a cumplir propósitos de reconocimiento y legitimación para el héroe y la guerra en la cual participó, sino que representó un ensanchamiento de espacios públicos para el esparcimiento de la población residencial alajuelense, tomando como eje una obra de arte que irrumpía con fuerza en el corazón de la ciudad.
Mientras se implementaban los preparativos para la erección del monumento a Juan Santamaría; los cimientos de otra obra icónica se comenzaban a establecer en la capital de la nación. En el preciso momento que la prensa anunciaba el arribo de la estatua del héroe en Alajuela, también se comunicaba la apertura de una licitación, por parte de la Dirección e Inspección General de Obras Públicas, para suministrar 600 carretadas de piedra dura y 200 fanegas de cal viva para la cimentación del Teatro Nacional (El Heraldo, 14/03/1891).
Este proyecto constructivo que se extendería hasta la segunda mitad de la década de los años noventa (1891-1897), fortaleció el crecimiento urbano josefino, amplió los lugares de recreación disponibles hasta ese momento y suscitó un renovado interés por el arte en sus distintas manifestaciones. El arribo de esculturas diseñadas en tierras europeas, para decorar diferentes secciones del inmueble, generó, como se podrá suponer, expectación en el medio local.
En medio de este resplandor escultórico un nuevo proyecto se erguía con fuerza inusual en la capital.
15 de setiembre de 1895
El proyecto liberal dirigido a la promoción de un “nacionalismo oficial” encontró su mejor expresión con la concepción de una representación material colosal de la guerra contra los filibusteros, por medio de la cual se llevase a cabo la recuperación e idealización del triunfo bélico más significativo de la historia nacional. La evocación de la llamada “Campaña Nacional” buscaba brindar una visión homogeneizadora del pasado y nada mejor para ello que un testimonio material de esos episodios.
Para alcanzar lo anterior se decidió contratar un conjunto escultórico llamado “Monumento Nacional de Costa Rica”, diseñado por el artista francés Louis-Robert Carrier-Belleuse. La obra, esculpida en París, fue terminada en 1891, mismo año en que la estatua en honor a Juan Santamaría arribaba a tierras costarricenses e inaugurada también un 15 de setiembre, pero de 1895.
El Monumento Nacional, construido en bronce, se considera el más importante de su tipo en Costa Rica y uno de los proyectos materiales más ambiciosos de fines del siglo XIX. La decisión sobre el sitio más adecuado para su instalación fue un asunto de carácter estratégico para las autoridades de gobierno.
El lugar escogido fue la Plaza de la Estación, espacio colindante con la terminal del Ferrocarril al Atlántico, que recibía esta denominación desde la década de 1870. Muy próxima al Parque Morazán y al núcleo urbano capitalino, parecía constituir una excelente alternativa dada su excelente ubicación. En periódicos como el Boletín Oficial (12/10/1874), es posible encontrar avisos para viajeros del ferrocarril, de un sitio de comidas llamado Restaurante de la Plaza de la Estación, el cual brindaba café y chocolate desde las 5 de la mañana, así como servicio de alimentación en los horarios previos a la salida y llegada de los trenes. Esta zona formaba parte de la expansión de espacios públicos que la capital estaba experimentando, por lo que no resultó extraña su elección para ubicar ahí el Monumento Nacional y transformar la Plaza de la Estación en el Parque Nacional.
A pesar que la prensa escrita informaba que, desde octubre de 1891, había arribado a Limón “el importante monumento destinado a conmemorar las batallas de Santa Rosa, Rivas y San Juan, dadas en los años 1856 y 57″ (La Prensa Libre, 09/10/1891), lo cierto del caso es que transcurrieron varios años antes que se materializara la instalación del monumento francés y se diseñara el nuevo parque que le daría albergue.
Lo anterior no sorprende del todo si se toma en cuenta que para los estos años se desarrollaban los trabajos de construcción del Teatro Nacional, mismos que demandaban constantes recursos materiales y mano de obra. Un periodista local, por ejemplo, afirmó en La Prensa Libre (29-07-1892), que en la obra arquitectónica se estaba empleando una nueva clase de piedra, procedente de la región de Desamparados, “veteada y con una apariencia del mármol”, muy útil para el lujo y ornato de las construcciones. Otro medio de prensa, El Heraldo (25/11/1893), ofrecía como primicia, haber visto “las cuatro hermosas estatuas alegóricas que van a decorar ese elegante coliseo”, esculpidas en mármol blanco y de aproximados dos metros de altura cada una de ellas.
Es hasta mediados de 1893 que la prensa destaca el tema de la construcción de un parque para el Monumento Nacional: “Hemos visto en la Dirección General de Obras Públicas los planos respectivos y creemos que, si conforme a ellos se lleva a cabo ese parque, será el mejor de Centro América, no solo por su extensión y belleza, sino por su envidiable posición” (El Heraldo, 10/06/1893). Meses después distintos periódicos describían diversos adelantos experimentados en la obra como la nivelación de los terrenos, siembra de árboles y demarcación de espacios.
Sin embargo, a pesar de los avances la obra, ésta no terminaba de materializarse. Con un tono de desaliento el editor de El Heraldo (11/11/1893), llegó a cuestionarse: “¿Cuándo se inaugurará el monumento de la Guerra Nacional del 56?”. A pesar que esta pregunta parecía del todo razonable, la respuesta llegaría casi dos años después.
El 15 de setiembre de 1895, al amparo de una pomposa celebración encabezada por Rafael Yglesias Castro, se develaba el Monumento Nacional en las inmediaciones del nuevo espacio público josefino: el Parque Nacional. Dos años después, el fervor escultórico llegaría a su cenit con la inauguración del Teatro Nacional, en el preludio del siglo XX.