Agnès Varda fue la mujer de la cámara. Es difícil imaginar a la cineasta y fotógrafa francobelga sin una a mano, sobre todo en los últimos años, cuando tras 70 años de carrera seguía apareciendo en festivales aquí y allá, estrenando películas, celebrando retrospectivas y recibiendo homenajes que, de alguna manera, llegaban justo a tiempo y demasiado tarde.
A lo largo de 65 años, Varda realizó 24 largometrajes (el último apenas empieza a circular), 22 cortometrajes y cuatro producciones televisivas, además de exposiciones de fotografía y arte visual. Varda recibió múltiples premios en reconocimiento a su trayectoria de siete décadas, incluyendo la Palma de Oro en Cannes (2015) y un Óscar (2017); fue la primera cineasta mujer en recibir tales honores.
Sin embargo, más que eso, en los últimos años, desde el parteaguas que fue Les glaneurs et la glaneuse (Los espigadores y la espigadora, 2000) y hasta Varda par Agnès (2019), con su aire de despedida, se convirtió en la imagen misma del cine más libre y curioso, desinteresado por separar la “ficción” del “documental” y, sobre todo, como una mujer pionera en un campo aún reacio a reconocer a sus maestras y vanguardistas en su justa medida.
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Muchas Vardas
Hay dos trampas al acercarse a Varda como artista: el apodo de “abuela” de la nouvelle vague, la generación que renovó en cine francés en los años 60, y la contemporánea caricaturización que reduce su carácter y olvida su cine. Lo de “abuela” o “madrina” empezó temprano, cuando no tenía 30 años, y se debe a que La pointe courte (1954) y Cléo de 5 a 7 (1962) fueron precursoras del cine de los críticos-cineastas como Jean-Luc Godard y François Truffaut, quienes en los 60 crearían un cine libre de constricciones de género y presupuesto, enamorado del cine mismo y sus problemas filosóficos y, en sus mejores momentos, sensual y envolvente.
En la fiebre y consagración que siguieron, Varda rara vez era mencionada, a pesar de que en los años 70 y 80, cuando aquella generación se había dispersado, estaba haciendo un cine más aguerrido, pionero de formas que hoy están muy en boga. En películas de aquella época, uno se topa con una inteligencia que liquida las formas tradicionales de aproximarse a la vida cotidiana, como en el díptico de Mur murs (1980), un estudio de los murales de Los Ángeles y las comunidades que los crearon, y Documenteur (1981), donde una madre francesa recién separada y desempleada parece emerger de la misma comunidad y el arte público del primer filme.
El cine de Varda es curioso, radical y generoso. Era una retratista nata, desde su trabajo fotográfico hasta su celebración tardía del formato, en la alegre Visages villages (2015), codirigida con JR. “En mis películas, siempre quise hacer que las personas vieran profundamente”, decía Varda. “No quiero mostrar cosas, sino darle a la gente el deseo de ver”.
No puede obviarse que tales decisiones estilísticas tienen un talante radical, estética y políticamente. La primera persona en singular no siempre ha sido tan prominente en el cine; de hecho, no pocas escuelas de pensamiento castigan todavía la subjetividad expuesta en el documental, visto de forma limitada como un acto de reflejo “objetivo” de la realidad (la cual habría que definir primero). Al quebrar los bordes entre singular y plural, Varda enfatiza la flexibilidad y el poder de las imágenes. Es cine-ensayo, reacio a dar respuestas y entregado a hacer preguntas, un modo de hacer cine que se ha extendido en los últimos años.
Estas ideas no se presentaban en un cine hermético ni hostil (como le puede ocurrir a Godard, filósofo-cineasta). La generosidad de Varda se refleja en dos maneras: la transparencia de sus películas, caprichosas, entretenidas y sinceras; y su predilección por los desposeídos y los personajes incómodos en la sociedad, como en Black Panthers (1968, donde retrata sobre todo a las mujeres del movimiento), Sans toit ni loi (1985, una visión de individualidad opuesta a toda domesticación) y Les glaneurs et la glaneuse (2000), donde conecta la práctica de recoger las cosechas sobrantes con las prácticas de resistencia contra el consumismo y el desperdicio y con su propio oficio de representar lo excluido.
Su obra tiene mucho de juego, de fascinación con esa magia rara de la imagen y la palabra, como en Jacquot de Nantes (1991), bello tributo a su esposo fallecido, Jacques Demy (director de Los paraguas de Cherburgo, 1965). Varda dijo que en el filme había podido representar su infancia y sus recuerdos por el amor que le tenía. Retratar es una forma amar.
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Tras el ícono
“Nunca he hecho cine político, simplemente me he mantenido del lado de los trabajadores y de las mujeres”, decía la artista. Un cortometraje como Réponse de femmes (1975), aunque anclado en los debates de su época, respira una frescura inusual por su representación del cuerpo femenino y sus deseos de frente y sin medias tintas.
“En esta cultura misógina, las mujeres han sido explotadas por muchos ‘maestros’ en sus ‘obras maestras’ para expresar los problemas propios de los artistas masculinos”, dijo en una entrevista de 1978. La solución yace en que una variedad mayor de mujeres pudiera crear más arte (40 años después, el desbalance continúa en cuanto a recursos y difusión).
De modo similar, el apodo “maternal” que le impusieron desde los 60 influyó en una curiosa “memeificación” reciente, como la llama el crítico Caspar Salmon; es decir, la circulación de su imagen como un meme de Internet, como nada más una figurita graciosa y dócil. No hay nada malo en la apreciación emocional de una artista, por supuesto, y mucho menos en una que estaba presente en incontables despertares artísticos de quienes hacen cine o escriben. Los primeros amores nunca acaban.
No obstante, una caricatura puede reducir y hacer olvidar. Darla por sentado sería una injusticia como la que por muchos años la redujo a “la madrina” de la nueva ola, como si no tuviera una voz propia más allá de la heredada a los hombres. Los espigadores y la espigadora (2000), por ejemplo, es una granada política y estilística, una obra que en su propia imagen digital, empobrecida, habla de la pérdida, el desecho y el consumo desde una mirada muy íntima al envejecimiento y la creación artística.
“No quería ser una mujer que hacía películas. Quería inventar el cine”, dijo una vez.
Para miles de amantes del cine que se reinventa en pantalla, del cine de la prueba y el error, de la curiosidad, Varda era una de las guías más profundas y rigurosas, activa e innovadora hasta sus 90 años, y siempre enamorada del riesgoso juego de retratar y retratarse.
¿Dónde empezar?
Una carrera tan amplia puede ser difícil de abarcar para quien recién empieza a explorarla. Por ese motivo Visages villages (2017; estuvo en salas ticas como Rostros y Lugares), disponible en Netflix es un buen inicio, pues aborda su cine y su figura histórica en igual medida.
Les glaneurs et la glaneuse (2000) es uno de los filmes más influyentes de las últimas dos décadas y esencial para comprender la difuminación de las fronteras de documental contemporáneo.
De sus ficciones, Cléo de 5 a 7 (1962), Sans toit ni loi (Vagabond, León de Oro de 1985) y Jacquot de Nantes (1991), sobre su difunto esposo Jacques Demy, son probablemente las más accesibles para empezar.
Los cortometrajes Salut les cubains (1963), Black Panthers (1968) y Réponse de femmes (1975), entre otros, están disponibles en línea y muestran otras facetas de la artista.