El artista titiritero Anselmo Navarro aún está enamorado de la silente e inquieta Nina, personaje principal del espectáculo La jaula, un viaje hacia la libertad; sin embargo, siempre profesa un cariño especial por Polichinela, el pendenciero de la obra Cuento con dedos, que cada cierto tiempo desempolva para incomodar a los espectadores.
Para Navarro, esos seres poéticos “son los extremos más extremos” de la expresión humana, metaforizada en un par de figuras a las cuales el Moderno Teatro de Muñecos (MTM) ha dado vida en espectáculos donde son, más que protagónicos, armónicos con el resto de personajes.
El narizón Polichinela representa a ese ser humano atrevido, provocador, bruto, retador e irreverente, que dice no solo lo que el mismo Navarro no se atreve a decir, sino que es vocero de aquello que la gente piensa y calla y que, por supuesto, otros no quieren escuchar.
Es el muñeco de guante por excelencia de la historia (en mayúscula) de los títeres, que se mueve con tres dedos, que está presente en todos los teatros de guiñol y que heredamos, dichosamente, en Costa Rica.
“Es la transmutación de la esencia rebelde del ser humano”, aclara Navarro sobre Polichinela, con su voz de fumador arrepentido y con acento español, que se mestizó con el ‘diay’ y el voceo tico –producto de sus casi 50 años de vivir en nuestro país–.
Nina, en cambio, es una muñeca emparentada lejanamente con la dinastía mística y religiosa del Bunraku… Lejanamente porque Navarro afirma que, comparado con ese exquisito arte japonés, el MTM hace “el ridículo”.
Sin pronunciar palabra, la muñeca es lo opuesto a Polichinela, pues no solo es manipulada con delicadeza por tres personas a la vez, sino que requiere de una iluminación especial.
Ella, con unos ojos de sorpresa perpetua, es capaz de expresar con el cuerpo los detalles más ínfimos, gracias a los hilos que la atraviesan de pies a cabeza y la configuran como un muñeco con movimiento total, incluso sus falanges.
Una mañana de café, Navarro confesó seguir viviendo un “romance” con Nina, el personaje títere que es el centro de la acción dramática del espectáculo La jaula, un viaje hacia la libertad y que, en su corto tiempo de existencia, le ha deparado buenas nuevas.
Una de ellas fue el Premio Nacional de Teatro Ricardo Fernández Guardia 2018 en la categoría de mejor dirección, otorgado de manera compartida con Roxana Ávila (por su espectáculo Eurídice).
Otra noticia que celebra es la presentación que tendrá en China en el 2020, que gestionó el Orange Little Castell, compañía que hace girar grupos occidentales en teatros del país asiático.
Así, el más reciente montaje del MTM, creado con el propósito de contar la historia de una niña con pelo de colores desordenado que puede hasta volar, continuará escenificando ese deseo de control que nos lleva a enjaular pájaros.
Voces titiriteras
Haciendo memoria de cómo se enamoró del oficio (o mejor dicho, del arte) de titiritero, Navarro se devolvió a su niñez, a esos domingos veraniegos y calientes de un Madrid sesentero, en el ahora inexistente barrio Las Escuelas –donde se crió–.
Con su abuela iba a un lugar llamado Hermandades del Trabajo, club de recreación en el cual, desde el momento en que entraban “por un corredor florido y fresco, se oía a lo lejos la algarabía de las voces pitorescas (pitudas) de los títeres que todos los domingos presentaban la misma función”, detalló.
Su pasión por su trabajo artístico nace de aquellos momentos en que la energía primitiva del juego escénico lo subyugaba.
“Esa emoción que se siente en la barriga”, se grabó dentro de él para resurgir muchos años después cuando, instalado en el Barrio México de San José, se vinculó con el MTM, en 1982.
Navarro pasó primero por la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Costa Rica; luego, estudió ingeniería forestal en el Instituto Tecnológico de Costa Rica y ciencias forestales en la Universidad Nacional. Finalmente, cambió la academia por el espacio lúdico de los muñecos escénicos.
El punto de giro ocurrió cuando vio el espectáculo Amonémonos amor en el Teatro Carpa, ubicado en el parque Morazán, bajo la dirección del argentino radicado en nuestro país, Juan Enrique Acuña, quien había fundado el MTM a su llegada a Costa Rica.
Coincidió, entonces, su experiencia como público del grupo titiritero con la lectura “de un cuadrito” en el Semanario Universidad, en el que el MTM buscaba “esclavos para aprender”.
Pasó las pruebas como aprendiz y, después, sustituyó a manipuladores que se iban, hasta que se quedó en algunos periodos como único integrante de la compañía.
De acuerdo con el artista, el asentamiento y sobrevivencia del MTM está relacionado con haberse consolidado como una agrupación con un repertorio como eje central y que no se reúne todos los días para crear, pero mantiene vivo el producto escénico.
De este modo, cuando empiezan un proceso creativo invitan a artistas que pueden quedarse o irse; si se marchan son sustituidos por otros. “Eso ha hecho que hayamos llegado a tener más de 200 personas a través de los años”, afirmó.
El maestro
Navarro llegó a los títeres por Acuña, “que está dentro de mi pequeña y corta lista de grandes maestros que me cambiaron el modo de ver el mundo y de verme a mí mismo”.
–¿Por qué?
–Porque era un hombre sabio, silencioso, absolutamente ecuánime y, sobre todo, coherente. Tenía pocos discursos dogmáticos. La cosa práctica era un discurso permanente, junto al método, la puntualidad, la disciplina, la revisión, el autorrevisarse. Era un fantástico realizador plástico, un pequeño ingeniero en potencia, con sus maquetas y conceptualizaciones de la iluminación.
Contando con las virtudes del maestro Acuña y el trabajo en el MTM, Navarro aprendió de producción al organizarse con sus compañeros titiriteros, al mismo tiempo que se aprovechaba de las habilidades para resolver las carencias, buscar apoyos, abrir puertas y convencer gente.
El MTM se potenció al recibir en 1978, por parte del Ministerio de Cultura y Juventud (MCJ), un espacio en el Museo Calderón Guardia en barrio Escalante, que sirvió como bodega y taller. Posteriormente, se acondicionó como la emblemática sala bautizada Teatro La Casona, hoy desaparecida.
“Fue muy importante”, destacó Navarro, “porque nos permitía mantener vivo el repertorio todo el año. Todos los fines de semana había teatro e íbamos cambiando cada tanto los espectáculos, nuestros o de grupos invitados de fuera”.
Así, La Casona facilitó el que los integrantes del MTM exploraran e investigaran en torno al arte titiritero, al punto de constituirse en una especie de escuela de la que Navarro se “graduó de productor”.
–¿El títere es una extensión de quien lo manipula?
–Hay muchas definiciones para el títere y una es la que recoge Enrique (Acuña) de Margareta Niculescu –una ícono en el teatro de muñecos–: el títere es un metáfora; en él, hay una poesía que es corpórea, que está imbuida, animada, por la transferencia de la energía de un actor. Es una metáfora de todo lo que el actor le transfiere.
–¿Qué significa para vos hacer un muñeco, darle vida?
–Cada muñeco tiene su nombre y apellido, y vive cuando tiene que salir a vivir. Las preguntas básicas que son trasladadas al muñeco son qué queremos que haga, para qué, cuáles van a ser sus habilidades físicas, necesitamos que tenga pies, que mueva la boca, los ojos... El muñeco es el 50% del discurso y, por eso, cuando sale al escenario, el público debe entender la mitad de todo, ya que la otra mitad la vamos a dar a entender con el movimiento y, a veces, con palabras.
Viaje en libertad
Luego de concluir el espectáculo anterior a La jaula, el MTM se encontró ante la mesa vacía con la consigna de huir del texto, ya que este podría ser una interferencia para la obra.
A partir del cuento La jaula, de Carin Heurlin-Spinelli, y tomando en cuenta que el teatro de muñecos es cada vez más visual, reflexionaron sobre el tema de los “encierros” de las personas.
“Nos dio la clave; fue abrir el libro y decir: aquí está el espectáculo”, contó Navarro, quien detalla que se le dio un matiz filosófico al tema de la libertad, más allá del contenido ambientalista de la narración original.
El colectivo fue construyendo una escaleta mediante bitácoras diarias con diseños, dibujos, ilustraciones, audios, canciones y películas, entre otros insumos, para concluir con un guion o dramaturgia que definió el abordaje del montaje.
Con esa interacción llegaron a la esencia del espectáculo: una reflexión en torno al deseo de controlar las cosas y el salto cualitativo de una niña o un niño hacia la libertad de no ejercer ese control. “Ella abre su jaula y es libre, no solo como persona sino en relación con lo demás”, explicó Navarro.
Con animaciones en 3D, proyecciones, teatro de sombras y música original del grupo español Fetén Fetén –interpretada en vivo en las primeras funciones– lograron un montaje sin palabras y de gran potencia poética.
Según él, el teatro de títeres, desde sus orígenes, ha sido retador, sorprendente, profano, amoroso y hermosamente construido.
“El propósito de cualquier obra de arte es estimular la relación con el espectador, hablarle para que él también hable. Es una relación privada y personal”.
Navarro –y, por extensión, el MTM– es tan libre y personal con los títeres que se animan en sus manos y corazón, en una virtud escénica, amorosa, sorprendente y hermosamente construida. Una metáfora.