Alla por 1930, Marcelino García Canales, un vecino del lugar, describió así el llamado Caserío de la Cruz Roja: “En un rincón agreste de la ciudad coqueta, / formado por el cauce del enturbiado río, / como en un anfiteatro de palco y de luneta, / se agrupan las casitas del raro caserío. (…) Son tres largas hileras de casitas muy quietas / las que forman el barrio de tosco pedrerío; / una a una tras otra, con corredor y puertas / parecen un enjambre al pie de un cerro umbrío”.
El problema de la vivienda
A inicios del siglo XX, San José estaba consolidada como el núcleo urbano más importante, el que concentraba las actividades públicas y privadas vitales para el desarrollo del país. Más allá de su centro, eso sí, la ciudad se extendía mediante una serie de pobres barriadas ocupadas por los josefinos de menores ingresos.
Allí, las carestías, las enfermedades contagiosas, el hacinamiento y las catástrofes naturales tenían mayor impacto, mientras que las necesidades básicas de alimentación, vestido, educación y salud, apenas podían satisfacerse. En todo ello, desde luego, tenía mucho peso el mal estado de las viviendas –cuando podían llamarse tales–, además de los abusos que cometían cotidianamente los propietarios con el precio de los alquileres.
El historiador William Elizondo, quien se ha ocupado del tema, detalla: “A partir de marzo de 1920, a pocos días de las huelgas por la jornada de 8 horas y aumentos salariales de los trabajadores urbanos y en el marco de una epidemia de influenza, algunas autoridades y medios de prensa manifiestan gran preocupación por la higienización de las viviendas, con lo que la problemática de las condiciones de vida de los pobres sobresalen de manera evidente” (Vivienda y pobreza en la ciudad de San José en la década de 1920).
En efecto, durante los primeros años de esa década, los periódicos dieron cuenta de un problema que iba claramente en aumento, pero que definitivamente hizo crisis cuando, el 4 de marzo de 1924, el terremoto de Orotina afectó seriamente la capital, dejando a muchos de sus pobladores sin vivienda.
Desesperados, los josefinos improvisaron ranchos donde pudieron; de lo se que valieron, entonces, los inescrupulosos para rentar solares a precios abusivos o para arrendar ranchos improvisados, a veces mucho peor que los “chinchorros” derrumbados por el intenso sismo.
Estado y beneficencia
Esa situación hizo necesaria una mayor intervención del Estado y de las organizaciones benéficas en el asunto.
Así, en junio de 1920, la Comisión de Obras Públicas dictaminó favorablemente un proyecto para construir casas baratas para los obreros y formar un “Consejo de habitación”, que se encargaría de la construcción y distribución de dichos inmuebles, así como de la inspección e higienización de los que se alquilaban a las familias pobres.
No obstante, en los años venideros, hubo poco avance al respecto. El alto costo de los materiales hacía que pocos empresarios se interesaran en desarrollar proyectos de vivienda popular o que, cuando se interesaban, no dieran los resultados esperados; por ello, el único proyecto de ese tipo desarrollado por el Estado no tuvo éxito.
La experiencia de la beneficencia, en cambio, fue distinta. Tal fue el caso de la Cruz Roja Costarricense que, aunque nacida con fines distintos, en 1894, en la década de 1920 se metió de lleno en la construcción de vivienda popular, posiblemente –como sostiene Elizondo– por haber tenido que atender a muchos de los afectados por el terremoto dicho.
“En abril de 1924 se anunció que se construirían 200 casas para pobres, a fin de contribuir a la solución del problema del inquilinato. Serían casas higiénicas y de relativa comodidad”, agrega ese historiador.
Obtenidos los fondos necesarios por medio del Banco Internacional, en 1925, la Cruz Roja consiguió también el apoyo de la United Fruit Company para abaratar el transporte de las casas prefabricadas en madera, que originalmente se pensó importar del extranjero. Aunque se desarrollaron pequeños conjuntos de viviendas en otros sitios, la institución se hizo cargo de la construcción de un barrio entero en las afueras capitalinas.
El nombre del barrio
El sitio escogido era una hondonada en la rivera izquierda del río Torres, al noreste de barrio México, que se había poblado a finales del siglo XIX y era llamada, desde entonces, “Peor es nada”. A la postre, era habitada por una pobretería a la que los cronistas recurrían cada vez que deseaban caracterizar la miseria urbana.
Ahí construiría el empresario Arthur Wolf, en pequeños y alargados lotes, 100 casas de madera pintadas a dos manos, con techo de zinc a dos aguas y corredor de 2 x 6 varas, dos cuartos de 4 x 4, cocina, excusado de cloaca y, a corto plazo, cañería de agua potable. El precio fue de ¢1.800 y los pagos mensuales eran de ¢17, para los que solo se exigía puntualidad, a cambio de lo cual no se cobraría intereses y se incluiría en el monto la escritura de la propiedad.
El 19 de febrero de 1926, se inauguró lo que se llamó la Ciudadela de la Cruz Roja Americana; sin embargo, las limitaciones de los servicios públicos para aquella arquitectura sencilla, digna y funcional afloraron muy pronto. La común falta de agua se agudizó; las letrinas, sin agua corriente, despedían malos olores, y un puente que había sobre el Torres ponía en peligro a quienes allí habitaban.
Para colmo de males, algunos de los primeros beneficiarios fueron desalojados por no poder cumplir con su obligación, pues 17 colones era una suma alta para varios de ellos por el derecho de ocupación y amortización. Por eso, junto a la solicitud de agua potable, la de rebajar el valor de las casas se convirtió en la principal reivindicación de los pobladores de la barriada durante años.
Fue así como, en junio de 1930, el abogado Pedro Iglesias Flores y dos diputados más presentaron en el Congreso un proyecto para rebajar el valor total de las dichas casas, aproximadamente, a la mitad de su precio, con base en un estudio técnico que así lo estimaba. Aprobado el asunto por la Comisión de Beneficencia –que se trasladó al sitio incluso– no solo se fijó el precio en ¢1000, sino que se rebajó su cuota mensual a ¢10.
Por esa razón, los vecinos se mostraron “muy agradecidos con la intervención del Lic. Pedro Iglesias Flores en todos los asuntos que a ellos les interesaban”, por lo que “se dirigieron a la municipalidad (…) solicitando se imponga el nombre de Iglesias Flores a aquel lugar” (ABC, 30 de setiembre de 1930). De ahí que uno de los primeros y exitosos proyectos de vivienda popular en San José y en el país, lleve ese nombre hasta el día hoy.