Arabella Salaverry irrumpe en el mundo literario hispanoamericano como poeta desde los años sesenta, con múltiples publicaciones en revistas internacionales y en espacios periodísticos locales. Desde esos años, su voz se comparte con grandes poetas, tanto nacionales como del ámbito hispanoamericano. Recuerdo sus poemas junto a los de Jorge Debravo, Homero Aridjis, Sergio Mondragón, Mario Benedetti, Alejandra Pizarnik y Ernesto Cardenal, para mencionar solo algunos.
Sin embargo, su primer poemario publicado es Arborescencias (1990). A partir de ahí su carrera literaria como poeta se llena de títulos que la convierten en un referente de la poesía de su generación. Luego vinieron libros emblemáticos: Chicas malas, Llueven pájaros, Erótica, Violenta piel, Continuidad del aire, Dónde estás Puerto Limón, Breviario del deseo esquivo. Pero antes de que su poesía reciba un merecido galardón, aparte del favor del público lector, en nuestro país, México, Chile y otros países, ha de recibir el Premio Nacional de literatura por su primer cuentario Impúdicas. Le seguirá la novela El sitio de Ariadna, de corte autobiográfico, luego los relatos oníricos de Infidelicias; y su novela más reciente Rastro de sal sobre la que nos comenta Albam Brenes Chacón: “Un inolvidable rastro de sal y arena que nos atrapa y nos obliga a seguirlo…mujeres fuertes…cuya personalidad e historia nos hace amarlas y admirarlas cada vez más página tras página… Una novela que nos demuestra por qué ha sido tan premiada y reconocida como escritora, dentro y fuera de Costa Rica.” Ese reconocimiento la catapulta y se le reconoce el Premio Nacional de literatura por su poemario, Búscame en la palabra (2019).
Hablar de Arabella, sin mencionar su gran trabajo como actriz, productora artística y gestora cultural, es una gran omisión, y para solventarla, al menos parcialmente, incluyo esta síntesis poética de Alfonso Chase: “Arabella Salaverry empezó a convertirse en persona cuando, vuelta actriz, hizo de la máscara un espejo prescindible y se dedicó a amar, crear hijos, actuar con esa máscara de Arabella Salaverry y a escribir, ya madura, lo que habría querido escribir cuando era una especie de nínfula, enfundada en mallas negras, subida a la roca de alguna playa desierta, llamando sigilosamente a Melusina y a las náyades, recorriendo el mundo con la corona de Ofelia, o la turbación de Julieta, buscando un público para hablarle de otras mujeres, pero siendo ella misma siempre.”
Adentrarse en la producción literaria de Arabella es hundirse en un mundo nuestro y extraño a su vez, es capear temporales y renacer desde la lágrima y la semilla, desde el dolor y la esperanza. Muchos y renombrados escritores y académicos se han referido a su obra. Iniciaré con los comentarios realizados sobre El sitio de Ariadna por la editora venezolana Les Quintero: “Novela formidable con una gran calidad literaria, algo que se agradece en estos tiempos tan volátiles donde se escribe más por moda que por verdadera pasión y vocación. La riqueza de los símbolos implícitos en el teatro, la familia, las misivas conforman un mosaico que remiten a los recintos del laberinto en el que se encuentra Ariadna. La forma tan hermosa en que está narrada la historia, suaviza el horror de la guerra, la soledad, la miseria, el dolor de lo femenino arrinconado en los meandros de laberinto social,…”.
Igualmente, incluyo este comentario del académico José Angel Ascunce: “El sitio de Ariadna es una historia de búsqueda de justificación de un olvido. Es una novela muy meditada o un relato intensamente vivido o ambas realidades a la vez. Las descripciones, algunas muy poéticas, tanto en los temas como en el estilo, refuerzan el vigor y el sentido de verdad del monólogo interior. El lenguaje de sus poemas está presente en su escritura narrativa. Por todas estas razones juzgo el relato como una excelente novela”.
Por otro lado, sobre el cuentario Impúdicas, se hace necesario incluir aquí una síntesis de la disertación de Rodolfo Arias Formoso: “Es un libro sin concesiones, que no busca una tertulia con el lector, que no lo invita ni a un paisaje nostálgico de los que no punzan o que no rezuman y lucen bellos en la pared cada día más ancha de los tiempos idos; que tampoco lo invita a entrar para saborear una anécdota que se resuelva en una verónica y al pasar deje un regusto amable, o que -y esto menos que nada- le propone a ese lector un perdón, un olvido, algo de paz o de renuncia.
Arabella sabe cómo es el mar: ahí se navega de frente, sin agachar la mirada y sin esquivar el oleaje. La narración está siempre perpendicular al escenario y el lector descubre que le han conferido la mejor butaca: al centro, donde nada ni nadie le obstruya la línea visual. Arabella lanza una red o un arpón o un anzuelo, y sabe hacerlo con toda la energía, destreza y abundancia de matices y detalles sicológicos que el momento requiere, pero sin descuidar un instante la economía y convergencia que el género pide y que el foco de la escena exige. No hay crudeza, hay exilio. Omnipresente. El exilio de su Limón, de su Costa Rica, su exilio permanente y su llegada incesante. Su propio oleaje con el que ella replica el oleaje del telón de fondo de Impúdicas.”
Concluyo este compendio con palabras que Manuel González Pousada, dirige a nuestra poeta:
“Cuando me diste el pesado legajo de tus poemas -esas hojas apenas titubeantes bajo la huida onírica de las palabras- estaba yo lejos de imaginar, siquiera parcialmente, el sentido real del Sueño. Buscas a ciegas lo que no tiene cara: las imágenes salidas del olvido y aún de más lejos, las metáforas que aparecen como estallidos de la vida misma y las ideas que se revelan inesperadas, que aclaran y que, sin abandonar el misterio, abren un camino para su acceso por las vías y medios de la comunicación ordinaria.”
En fin, tenemos mucho que leer y vivir al lado de la pluma de Arabella Salaverry, empecemos por un instante, por un verso, por una frase de sus impúdicas narraciones, o por su nueva novela Rastro de sal, que condensa la vida de cuatro mujeres, como cuatro mazorcas de nuestro propio ser, como los rieles que se descarrilan cuando venimos de Colombia, Nicaragua o de Limón y quedamos presos de nuestro propio exilio.