El futbolista es, en esencia, un performer. El jugador que sale al terreno de juego ante 100.000 espectadores, el artista que presenta su trabajo para un auditorio con capacidad para 1.000 personas, u ofrece su libro a un número indeterminado de lectores (millones, quizás), comparten muchas cosas. El fútbol, no siendo un arte, tiene componentes que lo emparentan al show business, a las artes escénicas (música, teatro, danza, artes circenses). En todos estos casos, el individuo se propone ante un público que se ha congregado para verlo jugar.
Resulta inmensamente significativo que en francés, inglés y alemán, se hable de jouer, to play o spielen –es decir jugar– para lo que en español llamamos, chatamente, “tocar” un instrumento musical. En el caso de las artes dramáticas, un actor joue, plays o spielt el papel de Hamlet, por ejemplo. La dimensión lúdica del arte queda con ello bien establecida: el piano es algo que “se joue” –”se juega”– como se juega un deporte. Las artes escénicas y el deporte podrán ser juegos tremendamente serios, pero son juegos al fin. Factores como el pánico escénico pueden ser determinantes en un futbolista como en un músico. El público espera del músico, como del futbolista, varias facultades comunes.
Crear un diálogo más o menos íntimo o directo con su público.
Seducir.
Mostrar competencia, solvencia en una serie de destrezas específicas.
Eso que llamamos virtuosismo.
Darlo todo en la faena, no administrar avaramente sus recursos: cuanto no sea entrega absoluta será castigado.
La valoración positiva de la crítica.
Inspiración, creatividad, capacidad de improvisación: en la mitología lorquiana, “musa”, “ángel” o “duende”. Bastará con que uno de estos tres componentes no concurra a la cita, y la performance será menos que ideal.
Capacidad para resolver in situ y sobre la marcha una serie de imprevistos e inexactitudes, de condiciones potencialmente adversas.
No derrumbarse tras un error, no permitir que un gazapo lance al músico - futbolista en una espiral de pánico. Que la bolita de nieve no engendre una avalancha.
Cumplir, cualquiera que sea la circunstancia vital que atraviese. La gente paga un tiquete por ir a disfrutar con la música o vibrar con un buen partido de fútbol: si al pianista o futbolista se le murió la mamá el día anterior o padece ese día de jaqueca, es cosa que al público le tendrá perfectamente sin cuidado: the show must go on.
Contra el futbolista conspirará el equipo rival: cada adversario hará todo lo lícitamente posible –e incluso lo ilícito– para deshacer lo que el jugador proponga en el terreno. Es lo propio de toda actividad competitiva. El futbolista no solo debe vencer sus propios nervios, los demonios del autoboicot, su propia sombra (un enemigo endógeno, un fantasma que nos habita a todos), sino sus rivales efectivos, físicos, objetivos, exógenos, que están ahí para obstruir su trabajo de construcción. El músico debe también autovencerse, disciplinar los endriagos que, desde el fondo de su ser, pueden inducirlo a derrotarse a sí mismo. Conozco muchos músicos talentosos que jamás lograron vencer su propia sombra. Por lo demás, no tendrá a un “marcador” objetivo y externo procurando “anular” cada una de sus “jugadas”, pero deberá confrontar una serie de imponderables: mal estado del piano, mala acústica del salón, público o colegas aviesos, deficiente iluminación, un estornudo o acceso de tos que genera un momento de desconcentración, un director y orquesta que no colaboran con él… y todo ello en mitad de la delicadísima faena consistente en producir belleza… Cada uno de sus movimientos debe ser considerado una “jugada de altísima precisión”: no hay lugar para los reventones, o el tratamiento menos que esmeradísimo, amoroso, del “balón”.
El músico, como el futbolista, establecerá un vínculo inmediato, eléctrico, presencial, con su público. La labor de un escritor o de un actor en la pantalla es diferente: el artista no está presente, cuando su lector o su espectador lo honra con su atención. El contacto no es inmediato, táctil, sensorial, erótico (sea la palabra usada en su más laxo sentido).
En el fútbol, como en la música en vivo, no existe la posibilidad de una “take two”, tal el caso del estudio de grabación. Lo que se pifió es irremediable, irreversible. No queda más remedio que seguir adelante, y evitar que el tropiezo –error aislado– genere, como decíamos, una bola de nieve, luego una avalancha.
El pianista y el futbolista están desnudos, expuestos: una vez en el escenario o en la cancha, valdrán únicamente lo que valgan sus manos o sus piernas: quedan librados a su talento… o falta de él.
El público expresará su sentir. De manera violenta en el caso del futbolista (insultos, abucheos), de forma mucho más urbana en una sala de conciertos (aplauso de cortesía, un succès d´estime… Y aun tendría que decir que he visto a grandes músicos salir silbados, ante públicos particularmente exigentes).
Ambos comunican, expresan, en sus respectivos lenguajes. Ya tendremos ocasión de desarrollar este punto en otro artículo.
Pianista y futbolista serán retroalimentados por su público, sabrán “sentirlo”, “llevar su pulso”. De manera por poco diría paranormal, ambos sabrán lo que en él suscitan. Percibirán, con indecible angustia, cuando están perdiendo a su auditorio, a su fanaticada, o cuando se los han “echado a la bolsa”.
Ambos se convertirán, en el mejor de los casos, en eso que conocemos como “figuras públicas”, serán potencialmente “vedetizables”… Devenir “figura pública” significa ser manoseado, insultado, sobajeado, mal leído, juzgado, calumniado, generar envidia y maledicencia, estar en la boca de cualquier miserable… Quienes sueñan con tal cosa ignoran lo que en realidad significa ser residente de este paraíso de mentirillas.
El fútbol, como la música, presupone una aptitud natural. Zidane decía: “la técnica se puede mejorar, pero no aprender. Es algo que se lleva dentro”. Fascinante observación: ¿cómo podría mejorarse algo que, para empezar, no se puede aprender? El aserto podría pasar por paradójico. Pero no lo es. Tan estéril será esperar éxito de un futbolista o músico natos que no perfeccionen sus destrezas de manera disciplinada, como pretender que una persona privada por natura de talento futbolístico o musical se convierta, mediante paciente método, en Pelé o Mozart. Hay, después de todo, un “factor X” cuya ausencia será experimentada como fatalidad (de fatum: destino). Se tiene, o no se tiene. Toda la transpiración del mundo no suplirá esa inspiración que se manifiesta como la gracia divina: un don, una excelencia, una sensibilidad, una aptitud ingénita y –precisamente– gratuita. Entendámonos: alzar la copa mundial de la FIFA no será nunca un hecho gratuito: podemos estar seguros de que todo futbolista que lo logre habrá pagado un onerosísimo precio vital por ello. Pero el talento que le permitió, en primer lugar, aspirar a tal gloria, habrá sido gratuidad pura. Esa “técnica perfeccionada pero no aprendida” (Zidane) es la materia prima que posibilita cualquier trabajo de pulimento.
Fuere como fuere, si señalo aquí las similitudes entre el artista y el deportista, ello es justamente para que quede claro, contrario sensu, y de manera implícita, que arte y deporte son actividades radicalmente diferentes. El arte tiene una resonancia histórica infinitamente más honda que el deporte en las sociedades humanas.