Leyendo el libro Aquellos Salones de Baile (M. Zaldívar, 2020), caigo en la cuenta de una de tantas facetas de la sociedad que ha ido cambiando: el baile. El autor identifica centenares de sitios donde los bailes con música en vivo eran frecuentes. No solo salones, también restaurantes, bares y sodas mutaban en pequeñas salas de baile. Por ejemplo, la Soda Navidad, en Desamparados, a donde mi hermana Yamileth solía escaparse a los bailes de media tarde.
Futbol y baile
Normalmente, los equipos de fútbol tenían una sala donde celebraban sus efemérides, el inicio o término del torneo, “lunadas” para recaudar fondos o elegir la madrina del equipo. Alajuelense y Herediano tenían dos sedes; una en la provincia, y otra en San José. La de Saprissa estaba en Los Mercaditos de Paseo Estudiantes. La del Cartaginés, diagonal a la Escuela Jesús Jiménez. Pero no era algo exclusivo de los equipos de la primera división; más bien algo común en todo equipo, incluso de aficionados, a nivel cantonal o de barriadas. La aspiración por un salón de baile estaba entre las primeras metas de todo nuevo equipo.
Historia
El baile de salón surge a inicio del siglo XX, vive su apogeo a partir de la década de los cuarenta y se extiende hasta los ochenta, que marca el inicio de su declive. La cantidad de orquestas de ocho, diez o más músicos, así como de grupos musicales de menor tamaño, necesarios para abarcar tal demanda de compromisos, alentó toda una generación de cantantes y músicos cuyo virtuosismo y calidad fueron reconocidos dentro y fuera del país.
También fue una fuente importante de empleo, ingresos y encadenamiento de negocios, todo alrededor de una generalizada afición al baile. La Galera, el Jorón, el Montecarlo, el Versalles, el Tobogán, son solo algunos nombres entre una lista que sería casi interminable. Aún hoy, algunos salones se resisten a morir, atrayendo una clientela fiel que, al asistir, evoca su “belle époque”. Es el caso de Rancho Garibaldi, Típico Latino, Miraflores, o el Palenque de Ojo de Agua, entre otros.
En los años de auge los bailes se anunciaban con orquesta en vivo, en salones donde concurría gente de todo estrato social y en todos los rincones del país. En ese sentido, un vehículo de democratización social. Colegios, universidades, clubes sociales y asociaciones sin fin de lucro o de caridad, salones comunales, balnearios, hoteles, cabinas o teatros, organizaban bailes abiertos al público. Incluso, el Aeropuerto Internacional La Sabana tenía un salón con un grupo permanente (Orquesta Barquero), que invitaba a los viajeros “a un momento de esparcimiento previo al vuelo”. No sería de extrañar que más de uno, gustosamente, perdiera el avión...
Su importancia
El baile está asociado al ritmo, y éste indisolublemente ligado al origen del colectivo humano. A través del baile se expresan emociones y estados de ánimo, y al modelarse alrededor de un entorno antropológico, se vuelve distintivo de una cultura. Es también una manifestación artística, donde la belleza se centra en el movimiento corporal que juega con el balance de sus partes. Igualmente aporta salud, al fomentar el ejercicio físico y la destreza mental.
Al bailar, todo el cuerpo se ejercita siguiendo una armonía, lo que favorece el desarrollo cognoscitivo del cerebro. En efecto, los científicos han descubierto que, al bailar, el cerebro libera endorfinas, una sustancia que genera un efecto de placer y bienestar, combatiendo así estados de estrés y depresión. No en vano se le conoce como “la hormona de la felicidad”. Y como remedio, es accesible a todos, a diestros bailarines y a quienes parece que nacimos con dos pies izquierdos.
El costarricense de hoy paulatinamente ha dejado de bailar y, por ende, aquellos icónicos salones se han ido diluyendo del paisaje. Pero también hemos proscrito el baile de las salas de nuestras casas, al sustituirlo por la postración a la que nos arrastra el video juego, teléfonos móviles y aplicaciones tecnológicas en general, lo que podría aportar respuestas a la preocupante proliferación de enfermedades físicas y mentales.
Aquello de “el país más feliz del mundo” es una frase cliché difícil de sostener en la Costa Rica actual, pero una realidad en aquella sociedad que tan solo unas décadas atrás poseía una rica y extendida cultura de baile. De repente, por política pública, esfuerzo personal y salud de todos, convendría rescatar algo de la cultura del baile, aún dentro de las circunstancias de un mundo tan cambiante.