Sucedió en Teplitz, pequeña ciudad ubicada cien kilómetros al norte de Praga, en la región que a la sazón se llamaba Bohemia (después de la Primera Guerra Mundial, Checoslovaquia). Corría el mes de julio del año 1812. Teplitz poseía un balneario de aguas termales que en verano era frecuentado por miembros de la realeza, y grandes figuras del mundo de la cultura. Pues fue allí que se encontraron, por azar, Johann Wolfgang von Goethe y Ludwig van Beethoven. Ambos artistas sentían profundo respeto mutuo. Empero, su formación, su temperamento, sus raíces históricas (Goethe era 21 años mayor que Beethoven) no podían ser más divergentes.
Pues aconteció que una tarde en que ambos titanes caminaban juntos, pasó frente a ellos ni más ni menos que la emperatriz de Austria con su entourage: condes, duques, marqueses, barones, pajes, en suma, todas esas libélulas a las que los lustres del poder obnubilan, y se quedan contemplando extasiados la llama en la que con frecuencia terminan por arder. Goethe se quitó el sombrero y dibujó con él una elaboradísima reverencia, una de sus piernas genuflectas sobre el suelo. Beethoven permaneció peor que impasible: visiblemente contrariado por el cortejo que interrumpía su paseo. Al desaparecer la última de sus comparsas, Goethe reconvino a Beethoven: “¡Pero Ludwig: ante personajes de ese jaez es menester dar muestras de respeto!” Beethoven se limitó a responder: “Mi querido Wolfgang: lo que ellos son, lo son por el azar y el linaje; lo que yo soy lo soy por mi talento y mi esfuerzo. Marionetas como esas las hay por miles, mientras que Beethoven sólo hay uno”. Goethe murmuró, apesadumbrado: “Me temo, amigo, que esa actitud no te va a llevar muy lejos”.
La anécdota es harto conocida, e históricamente exacta. Goethe era una criatura de palacio, un hijo de la Aufklärung, de la Ilustración, del siglo de las luces, en suma, del ancien régime. Su reacción no fue servil: fue perfectamente coherente con el mundo en que le tocó vivir. Beethoven, por el contrario, no era una social butterfly, un hombre de miriñaques, levitas y pelucas empolvadas, sino un animal montaraz e indomable salido de lo más profundo de la selva negra. Por supuesto, hoy todos nos identificamos con Beethoven, pero tendemos a ser injustos con Goethe: él creía en los valores de la realeza, de la aristocracia, en las jerarquías que los emperadores imponían a sus súbditos.
La historia es inmensamente significativa. Representa un punto de ruptura, un cambio radical de paradigmas: Beethoven es el primer compositor que exigió para sí el tratamiento de un héroe social. Bach tuvo que arrastrarse ante los príncipes de Köthen, Weimar y Leipzig, para obtener sus puestos de maestro de capilla (Kapellmeister). Händel, con muy buen tino, se acurrucó bajo el ala protectora de los reyes de Inglaterra. Haydn trabajó 30 años para el Príncipe Esterházy, proveyendo música para el disfrute exclusivo de su patrón, y compartiendo el mismo rango social de los palafreneros, jardineros y cocineros de palacio. Mozart intentó independizarse, pero lo único que logró fue que el ácido e iracundo Arzobispo Colloredo de Salzburgo lo echara de la ciudad. Pero no olvidemos, amigos, que entre Mozart y Beethoven hay una revolución: en 1789 cae la Bastilla en manos de los insurrectos “sans culottes” (“sin calzones”) y comienzan a rodar las cabezas. Napoleón seguiría luego fumigando reyes y aristócratas. Beethoven es hijo de esta enorme turbulencia histórica y social. Repito: es el primer músico que fue tratado como un héroe social (es una situación que no ha cambiado en lo sustantivo, aun cuando nuestros actuales “artistas” “heroicos” se llamen Justin Bieber o DJ Nelson). Los aristócratas comenzaron a rendirle pleitesía a los grandes artistas: ¡el orden de preeminencia se invirtió para siempre!
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Los príncipes Kinski, Lobkowitz y Lichnowski formaron un triunvirato para asegurarle una pensión conjunta a Beethoven, de modo que este pudiera trabajar sin estrecheces económicas. El Archiduque Rodolfo de Habsburgo, Príncipe, Cardenal y Rey de Hungría y de Bohemia, se enorgullecía patrocinando la obra de Beethoven (con quien, además, estudiaba piano). El Embajador ruso en Viena, Conde Rasumovski, le comisionaba obras a fin de ser honrado con las dedica‘Fidelio’ o el más difícil parto del gran Beethoventorias. ¿Se dan ustedes cuenta de la magnitud del cambio en la percepción del artista que acarreó la Revolución Francesa? ¡El sueño más preciado de estos nobles ilustrados era ver sus nombres en la página de dedicatoria de una obra del gran Beethoven! ¿Quién ejecutaba ahora las reverencias y las genuflexiones?
El mundo de Goethe obsolescía, el de Beethoven despuntaba con la fuerza de mil soles incendiando el horizonte. Los grandes virtuosos del siglo XIX (Paganini, Liszt, Chopin) eran tratados como estrellas, como ángeles, como bendiciones que, en su infinita generosidad, Dios le regalaba a la sociedad. Liszt fue el primer músico en generar desmayos, histeria colectiva, llanto incontrolable, delirio, gritos, invasiones del escenario… era un foco incandescente de energía sexual sublimada en música. Liszt es un artista perfectamente moderno: el heraldo de los ídolos del rock and roll y de los fetichismos y aberraciones colectivas que esta adoración genera. ¡Y Beethoven fue quien le abrió la puerta a todos estos insospechados fenómenos!
Las campañas napoleónicas acabaron con las fortunas de muchos de estos magnánimos mecenas, pero ya para entonces Beethoven había consolidado su nombre, y toda Viena sabía que entre sus muros vivía el más grande compositor del planeta. Salvo por los amargos años de su infancia, Beethoven no conoció la miseria, como sí hubo de paladearla hasta la hez el infortunado Mozart (parte de su pauperidad era producto de la ludopatía y de su dispendiosa manera de administrar sus dineros).
Beethoven es el majestuoso umbral de una era dorada para todos los artistas del mundo. El hombre que se atrevió a exigir respeto a los poderosos, el que no saludó con gran golpe de sombrero a la Emperatriz de Austria y toda su emperifollada procesión de cortesanos. Con Beethoven nace “el culto al artista” (Maurice Blanchot), y el terremoto social que su ejemplo provocó es la raíz de todo lo que vemos hoy en día: el fervor, la devoción, la lealtad de las audiencias por sus compositores favoritos, cualquiera que sea el tipo de música que cultiven. Beethoven defenestró la aristocracia de espada, de sangre y de linaje, y la sustituyó por la aristocracia del espíritu. Recuerden la etimología griega de la palabra: aristocracia: el poder de la excelencia.
Va mucho más allá de la fementida meritocracia, y se opone a la canallocracia, que es también, ¡ay!, uno de los signos de nuestro tiempo. Beethoven… ese sordo genial que escuchaba el infinito.