¡Ah, nuestro amado Berlioz! ¿Por dónde empezar a hablar de su vida, mezcla de melodrama, ópera trágica, ópera bufa, comedia… con un final en Re menor, lleno de tristeza? Él simplifica el trabajo de los biógrafos con sus Memorias, obra de inmenso mérito literario.
Berlioz es uno de los más grandes misterios de la historia de la música. Como un cuerpo celeste que hubiese aterrizado en la tierra, proveniente de algún arcano rincón del cosmos. Bach, Händel, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann, Brahms, Bruckner, Mahler constituyen un linaje, una estirpe: cada uno de ellos engendró a su sucesor. Son como una enorme cadena montañosa. Hay entre ellos más continuidad que ruptura. Sin embargo, ¿quién engendró a Berlioz? Insular, irreductible, inexplicable, no tuvo progenitor y tampoco dejó descendencia: estilísticamente es un fenómeno, un artista que, como Palas Atenea, surgió de la cabeza de Zeus ya armado y vestido de punta en blanco.
Nació el 11 de diciembre de 1803 en la Côte-Saint-André, hijo de un médico rural, agnóstico y liberal y de una madre un poquito sobremodulada, rasgo que su hijo heredó y cultivó a la perfección. Ironías de la vida: el atildado señor Berlioz –el primer galeno que practicó la acupuntura en Europa– preconizó a sus hijos: “No os dejéis llevar por un ciego entusiasmo, la presencia de ánimo y un cerebro bien equilibrado son los dones más preciados para una vida sana”. Su primogénito, Louis-Hector, encarnó exactamente todo lo que su padre censuraba: apasionado, delirante, excesivo, soñador, extravagante, teatral, hipersensible, el totalitarismo de las emociones.
Cosa curiosa: en el siglo de los virtuosos (Paganini, Liszt, Chopin), Berlioz nunca descolló como instrumentista. Aprendió a tocar la flauta desde los 8 años, el octavín (otro tipo de flauta), algo de guitarra, pero jamás se prodigó como virtuoso de estos instrumentos. Atípicamente, no tocaba el piano.
Berlioz se felicitó de estas limitaciones –y tenía razón en hacerlo–: su impericia instrumental lo alejó de los trillados andurriales de los virtuosos convencionales, y le permitió cultivar un lenguaje musical enteramente original, inédito. Llegó a ser, eso sí, un magnífico director de orquesta, pero se confinó casi exclusivamente a sus propias composiciones (si no lo hacía él, ¿quién iba a hacerlo?).
A los 12 años escribe sus primeras melodías, que usó mucho después en sus obras mayores. Se enamora de una mujer de 18 años: Estelle (Estella matutinis la llamaba tiernamente, evocando la “estrella matinal” del santo rosario). Por supuesto, la muchacha no correspondió a su fervor. Berlioz nunca dejó de amarla. Ya viejo, dos veces viudo, y sumido en la más abisal de las soledades, tomó la decisión de ir a buscarla: ella era también viuda, una respetable señora burguesa. Lo acogió con deferencia y gratitud, pero nunca reciprocó su pasión.
La lúcida locura del genio
Supuestamente destinado a ser médico, Berlioz se fue para París, con la bendición paterna, y el anatema materno (“¡Anda a revolcarte en el fango de esa ciudad corrupta, te maldigo, ya no eres mi hijo!”). Asistía durante el día a la facultad de medicina y dedicaba las noches al estudio de la música, a ir a representaciones de ópera (la música de Gluck lo emocionaba al punto de quitarle el apetito, y atravesaba períodos de anorexia). Tenemos que entender que estamos en presencia de un ser excepcional, de un alma dotada de terminaciones nerviosas sensibilísimas, de una fuerza de la naturaleza incompatible con cualquier medio regido por el sentido común y la cordura.
Berlioz era una llamarada: nadie puede exigirle al fuego sensatez y buen juicio. Vean sus retratos: su pelo era una tormenta, parecía haber salido del eterno huracán con que Dante castiga a la lujuriosa Francesca da Rimini, su nariz aquilina, su barbilla breve pero pronunciada, melancólico el mirar, un rostro hermoso, no se podría más romántico, expresión de una proclividad al exceso, a lo extremoso y lo rocambolesco.
El jalón de orejas paterno
Cuando su padre se entera de que su hijo anda “descarriado”, le retira la pensión mensual que le permitía sobrevivir en París. El joven regresa a casa, pero se declara en huelga de hambre. Llega al punto de poner su vida en peligro. Papá Berlioz no tiene más remedio que dejarlo volver a París, para que siga el llamado impostergable de la vocación artística, y le restaura su pensión mensual.
Nueva maldición materna, que alcanza a Berlioz como pedradas mientras se aleja para siempre de la casa paterna. Ya lleva en faltriquera los esbozos de la que será su primera gran obra maestra: la Sinfonía Fantástica. Dispuesto a conquistar París, y a cierta dama que habría de incendiar su imaginación y su creatividad.
Tremenda actividad sísmica
En setiembre de 1827, una compañía inglesa presenta Hamlet en París. Berlioz cae fulminado: su amor por la actriz irlandesa Harriet Smithson (Ofelia) es telúrico: un terremoto de magnitud 9,5 en esa escala de las pasiones que alguien debe todavía inventar. Pese a que no sabe una palabra de inglés, la actriz pelirroja lo fascina: deambula por las calles parisinas como ebrio. Sin haberle siquiera cruzado un saludo, le envía cartas de amor que son como los piroclásticos efluvios que carbonizaron a Pompeya y Herculano.
Se aloja en un apartamento desde el cual puede verla todas las noches salir del Teatro Odéon. De inmediato decide seducirla con alguna proeza musical. Organiza un concierto únicamente con obras de su autoría, en particular la Sinfonía Fantástica –"episodios de la vida un artista”– en la cual transforma a Harriett en una melodía recurrente, obsesionante –el principio de la “idea fija”, precursora del leitmotiv wagneriano–. El destino interviene: Berlioz gana –después de tres fracasos consecutivos– el codiciado Premio de Roma, componiendo una pieza que no lo representa en lo absoluto, y en la cual le da gusto al jurado con la musiquita que solía halagarlo. Éxito total, primer premio por unanimidad, y partida para Italia.
Nueva actividad sísmica sentimental: Berlioz se enamora de la bella pianista Camille Moke. Se comprometen. Mientras Berlioz está en Roma, Camille olvida sus votos y se casa con un buen y sensato señorón burgués que ciertamente no la corteja con la fogosidad de Berlioz, pero que le asegura un futuro estable y cómodo. El compositor trama regresar de sorpresa a París, entrar disfrazado a la casa de Camille y asesinar a la pareja para luego quitarse la vida. Sí, amigos, así como lo oyen.
Afortunadamente, en el viaje de vuelta Berlioz se enferma y debe guardar cama. Convocando sus exiguos conocimientos de medicina, él mismo se saja, con un cortaplumas, un absceso en la garganta. Mientras convalece, su ánimo se serena…; en cuestión de días ríe de su operática venganza y recupera lo que en él pudiese haber de buen juicio.
Hasta aquí por hoy, amigos. Seguiremos la próxima semana, que la vida de Berlioz no se deja narrar sucintamente. Falta lo mejor: ¡en el límite de lo creíble! No se lo pierdan.