“Beethoven”: nombre sonoro, sinfónico, rotundo. Su mera contundencia inspira respeto.
Recuerdo con nitidez las celebraciones de su bicentenario, en 1970. Tenía yo 7 años. La Radio Universidad de Costa Rica programaba cada día, a la hora del almuerzo, una de sus sinfonías, conciertos, sonatas, cuartetos, y las escuchábamos a manera de ritual familiar (el espacio se llamaba Concierto del Mediodía). Ahí conocí la opera omnia de este himaláyico compositor. En la intimidad y recogimiento del almuerzo frugal, oficiado, tal una liturgia doméstica, en el seno de la familia. ¡Y pensar que ya pasó medio siglo de esta iniciación, la gran epifanía que determinó mi vocación de músico!
Guardo los más precisos recuerdos de la impresión que me causó cada una de estas piezas, por implausible que parezca. A tal punto me afectaron, con tal hondura me marcaron, y con tan eficaz pedagogismo supo mi padre guiarme a través de ellas. Las escuchábamos en un viejo y recio radio alemán, con una membrana de tela que vibraba con los fortissimos de Beethoven, y solo tenía una perilla roja y otra verde. Magnífica tecnología germana, de esa hecha para durar por siempre. De cuando en cuando, mi padre interrumpía la ceremonia para señalar algún aspecto importante de las obras. Así aprendí a amar la música, en el comedor familiar, baja la cabeza, por poco en actitud de oración, todo bañado por un vago resplandor de unción y misticismo.
¡Ah, amigos: si supieran ustedes cuán bien recuerdo las conmociones, sobrecogimientos, deslumbramientos y sonrisas que me deparó esta inmensa música! ¡Si tan solo el mundo entero hubiese gozado de mi privilegio, de mi bendecida infancia, de padres tan discernientes de lo noble y bello que tiene la vida!”
Un héroe cultural
Beethoven fue el primer artista que el mundo reconoció como héroe cultural, y ante el cual se inclinaron los poderosos. Beethoven consiguió el prodigio de hacerse venerar por la aristocracia. Como un águila se posó sobre su peñasco, y su sombra de secuoya dominó la totalidad del siglo XIX.
No tenía que mendigar mecenazgos: ¡los mecenas se peleaban el honor de patrocinarlo! Los príncipes Lobkowitz, Kinski y Lichnowsky y el poderoso Archiduque Rodolfo se disputaban la gloria de patrocinar a Beethoven, y de hacerse acreedores a alguna dedicatoria firmada por aquel fenómeno, aquel Prometeo musical que, de pronto, en una de las más audaces rupturas de la historia de las artes, volvía al revés la estructura de poder entre el músico y el aristócrata.
Alguna vez, paseándose junto a Goethe por una alameda vienesa, ambos genios se toparon con un noble de erecto penacho, y mientras que el autor de Fausto se inclinó a su paso, Beethoven prosiguió impertérrito su camino. Tan pronto el hombre se alejó, Goethe increpó a Beethoven: “¿Será posible que no te dieras cuenta del señorón que acabamos de toparnos? ¡Debiste haberle hecho siquiera una reverencia!” A lo cual Beethoven respondió: “Mi querido Wolfgang, lo que él es lo es por azar y estirpe, lo que yo soy lo soy por mi esfuerzo y mi talento: es él quien debe inclinarse ante mí”.
Tal gesto nos lo retrata de cuerpo entero: altivo, épico, imperioso, perfectamente consciente de su magnitud histórica y de su lugar en ese buque que llamamos posteridad, donde muchos querrían montarse, pero pocos serán admitidos. Un genio consciente de su genio, y reclamando para sí el tratamiento propio de los genios: eso fue Beethoven. Su figura representa una revolución irreversible en la naturaleza de las relaciones entre artistas y patronos.
Insondable misterio
¡Cosa que nunca cesa de asombrarme! Habiendo comenzado a padecer sordera desde los 26 años, Beethoven fue componiendo mejor cuanto más sordo se iba quedando. Componía con su oído interior, visualizando los acordes, las complejas líneas contrapuntísticas, “imaginando” las armonías exactas que iban a producir. Sus obras “de los tres dígitos” (los opus posteriores al número 100) son lo más granado, lo más abstracto, lo más alejado del mundanal ruido, lo más sagrado que jamás compusiera. Es ya la música de un hombre que habla con Dios.
Su Missa Solemnis, su Novena Sinfonía, sus últimos cinco cuartetos de cuerda y sus últimas cinco sonatas para piano representan el culmen de su producción. Es la música de un hombre que ya se asoma a la eternidad, que avizora las comarcas de lo divino: un sordo genial que oía el infinito. Claro que esta música testamentaria y musitada al oído jamás gozará de la popularidad de las obras de su segundo período creativo (las sinfonías 5, 6 y 7, las sonatas Appassionata, Claro de Luna y Patética), pero esto es fácil de entender: la ambrosía de esas postreras meditaciones beethovenianas requiere oídos entrenados, paladares cultivados: son un “gusto adquirido”, no un “gusto natural”.
La máquina alquímica
La vida le dio a Beethoven cantaradas de dolor: la rudeza y sordidez de un padre explotador; la tuberculosis de una madre débil y pronto arrancada a la vida; la soledad radical a la que lo condenaron sus diversas y fracasadas relaciones eróticas; el amargor que le representó el rufián de su sobrino Karl, a quien quiso como a un hijo, y como tal intentó educar, únicamente para que este le pagara con un intento de suicidio; la pobre acogida que recibieron muchas de sus obras; la misantropía y el aislamiento; su propio, contemplado suicidio, al que alude en su lacerante Testamento de Heiligenstadt; la soledad moral; y por encima de todo, esa atroz ironía que representó su sordera, cuya etiología sigue siendo un misterio. ¿Sífilis, otoesclerosis, sarcoidosis, enfermedad de Paget, enfermedad de Whipple, lupus eritematoso diseminado, intoxicación por plomo?
Al emprender sus caminatas por la campiña vienesa, Beethoven solía darle a su cabeza un chapuzón en una barrica de agua fresca… es posible que en ella hubiese plomo, y que este le haya destrozado el sistema auditivo.
Sin embargo, Beethoven actuó como un avezadísimo alquimista: la vida le daba paletadas de fango por un lado, y él las transformaba en oro musical por el otro. Toda su vida es un acto de autopoiesis, de autosanación.
Si la vida no le escatimó dolores, también es cierto que le dio el más preciado de los bienes con que un hombre puede soñar: la capacidad para transmutar la inmundicia en belleza. Como los lirios y nenúfares del pantano, que buscan, verticales, fragantes e inmaculados, la luz del cielo, nutridos por la putrefacción de las miríadas de bacterias que hierven en la putrescencia de la marisma. Porque, después de todo, quizás nuestras vidas no sean más que eso: flores sobre el pantano.