“(De forma) encarecida y vehemente pido desde ya, a nombre de todos los cristianos de Costa Rica, que semejante película jamás llegue a proyectarse en nuestra Patria”, imploraba el arzobispo de San José, Román Arrieta, meses antes del estreno mundial de La última tentación de Cristo (1988).
No se trataba de una película marginal, sino de una obra del laureado y muy católico Martin Scorsese. Sin embargo, el supuesto peligro del “satanismo” y la “enorme confusión en jóvenes y adultos” que causaría su exhibición preocupaban a la iglesia Católica, a diversos grupos ciudadanos y, sobre todo, a la Oficina de Censura.
Aquel escándalo se narra en el nuevo libro del historiador Sergio Hernández Parra, Censura, cine y modernización del consumo cultural audiovisual en Costa Rica a finales del siglo XX (1978-1995), de la Editorial de la Universidad Nacional. En las páginas de este minucioso estudio desfilan los sospechosos habituales, como Emmanuelle (1974) y Escándalo (1976), pero también saltan sorpresas como Mad Max (1980) y Jurassic Park (1993).
Completando el escaso estudio de la exhibición cinematográfica local, Hernández esboza la transición entre la forma de entender la censura y la libertad previa a la masificación del consumo audiovisual consolidada en los años 80, y lo que vivimos ahora, una censura restringida a limitar edades de acceso. Ante escándalos recientes como el desaguisado olímpico, parece buen momento para comprender la conformación de la censura en nuestro país y sus repercusiones hasta el presente.
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¿Cómo se censura el cine en Costa Rica?
La cuestión de la censura audiovisual ya había sido estudiada por Daniel Marranghello en 1989, pero Sergio Hernández Parra retoma y actualiza el tema enmarcándolo en las transformaciones del aparato estatal dedicado al asunto. Empieza su relato en 1978, en la administración Carazo Odio, pues considera que allí empieza la “modernización” de los criterios de la Oficina de Censura y el órgano de resolución, el Tribunal Superior de Censura.
Aquella fue una época crucial para la libertad cinematográfica, desde la popularización global del cine de arte a los libertinos años 70, pasando por la primera consolidación del cine tico y la difusión de la televisión y el cable. Sumados al florecimiento de cineclubes como Diálogo y espacios como la Sala Garbo, estos factores incidieron en el fuerte cambio del consumo cultural costarricense.
Marca de aquel cambio es el controversial estreno de la cinta erótica Emmanuelle (1974), que en 1979, Año Internacional del Niño, llegó a salas ticas acompañada de, al menos, tres de sus secuelas y atizó una extensa controversia.
Tras múltiples debates, la Oficina de Censura autorizó su exhibición para mayores, de noche, en la capital y con cineforos. Un grupo ciudadano llamado Pro-Familia azuzó la controversia exigiendo que se retirase aquel contenido dañino para la familia y potencialmente instigador del crimen.
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Históricamente, la iglesia Católica tuvo protagonismo en el control del material difundido y, desde el siglo XIX, el Estado empezó a regular rigurosamente las distintas manifestaciones culturales. La Oficina de Censura se fundó en 1962 y, al ingresar el gobierno de Rodrigo Carazo, asumió su dirección Elizabeth Odio, quien solo dejó a un miembro original, Antonio Bastida de Paz.
A partir de entonces, las prioridades cambiaron, como nos dice Hernández: “La importancia de la apreciación cinematográfica, como criterio de calificación audiovisual, se aprecia en la regulación de las películas, ya que primaba el dictamen estético”. Mención aparte merece la censura política directa, por parte del gobierno de Daniel Oduber, de Costa Rica, Banana Republic (Ingo Niehaus, 1979), producida por el Centro de Cine, un ente estatal.
La Oficina se proponía promover una mejor calidad del cine exhibido en el país, pero debía diversificarse la oferta y mostrar obras antes restringidas. “Esta apertura a nuevas estéticas, que incluía la erótica, no fue bien recibida por ciertos sectores conservadores, los cuales consideraban a los órganos censores no como garantes del orden moral, sino, por el contrario, una amenaza a las buenas costumbres del costarricense”, recuerda el historiador.
Su análisis nos expone una tensión que perdura, aunque lejana de algunas consideraciones de entonces. Hoy, ya no tenemos un órgano llamado Oficina de Censura. Ahora, la Comisión de Control y Calificación de Espectáculos Públicos, todavía adscrita al Ministerio de Justicia y Paz, dictamina las edades “adecuadas” para las audiencias de cine: mayores de 12, 15 y 18, con matices como funciones educativas o acompañamiento de adultos. Los criterios actuales siguen priorizando la protección de los menores, y suelen enfocarse en escenas de consumo de alcohol y drogas o sexo y violencia explícitos. Algo ha cambiado.
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¿El cine y la televisión fomentan la violencia?
En el análisis de Hernández, destaca la violencia y la promoción de la delincuencia como una preocupación incluso mayor que por la moral sexual. La distribuidora Discine quiso mostrar el sorpresivo éxito Mad Max (1980), que lanzó al estrellato a Mel Gibson, pero la Oficina de Censura lo impidió inicialmente. “Mad Max constituye uno de los films más violentos exhibidos en nuestro país. Contiene un planteamiento enfermizo, realizado con indudable morbosidad”, reza el dictamen.
Caso curioso en esa línea fue Jurassic Park (1993), epítome del cine de palomitas, que, sin embargo, fue prohibida a menores de 12 años por su violencia. Incluso, Hernández Parra halla un artículo de opinión en La República donde el autor reseña que hubo redada policial en octubre para detectar a menores de 12 presentes en las salas.
Según cuenta el articulista, padres y niños se burlaron de aquella acción arbitraria, en un contexto en el que películas similares se exhibían sin mayor problema en televisión y videoclubes. Jurassic Park terminó convirtiéndose en la película más taquillera del país hasta entonces.
Durante la crisis por La última tentación de Cristo, desde la Conferencia Episcopal hasta el ultraderechista Movimiento Costa Rica Libre buscaron su prohibición, y el asunto culminó en debates constitucionales. Así se dio pie a su exhibición y se terminó reafirmando la imposibilidad de censura previa en Costa Rica.
No deja de ser interesante que no fuese un dilema sobre pornografía o violencia, sino de presunta ofensa a la moral cristiana lo que provocó el dilema. En 1995, la Sala Constitucional finalmente dejó sin efecto su prohibición; se estrenó hasta 1999 y no pasó a más.
Recordamos la década de los años 90 como la época del satanismo en Xuxa, los Tamagotchis y las Pepsi-Cards, del drama del concierto en la Fosforera y de cierta estación radial donde todo era amenazante. Por cierto, en paralelo a la película de Martin Scorsese, se buscaba prohibir la canción Mi cucu, para que nadie se metiera con ella.
Un hallazgo de Censura, cine y modernización... es la centralidad de una pregunta recurrente de los estudios de los medios en el siglo XX: ¿fomentan el cine y la televisión la violencia social? No solo resalta en películas donde pareciera no tener relación, como Emmanuelle, sino en cintas de prestigio como Vivir y morir en Los Ángeles (1985), prohibida en cines por su crudeza, pero ya exhibida para entonces en televisión. ¿Qué provocaba ese desfase entre la valoración del cine y la de la televisión, para entonces ya predominante?
En 1994 se reformó la ley de censura y la Oficina de a cargo dio paso a nuevos modelos que priorizan criterios de resguardo del menor y opera de modo menos visible. Para hacernos pensar en el pasado y el presente tenemos el libro de Sergio Hernández Parra, quien encuentra en los debates de los años 80 una renovación del higienismo, movimiento preponderante en la primera mitad del siglo XX, donde “se busca prevenir los delitos mediante la regulación de las representaciones audiovisuales”.
También es un tema de nuestra era, cuando se ha hablado de regular las narconovelas, la Asamblea Legislativa vota contra representaciones artísticas, y todos buscamos el origen de nuestra violencia. Será difícil hallarlo en el cine o la televisión, pero sí sabemos que ayer, hoy y mañana nos han invitado a discutir los temas más ardientes para la sociedad. Es difícil pensar que una película podría volver a provocar el alboroto de La última tentación de Cristo en nuestro país, aunque a veces parece que tenemos ganas de que nos escandalicen.