Con su ópera prima Clara Sola (2021), estrenada en Cannes, multipremiada en festivales internacionales y con excelentes críticas, Nathalie Álvarez se une a un grupo de mujeres cineastas costarricenses que han venido explorando los cuerpos, deseos y la sexualidad femenina, además de cuestionar instituciones como la maternidad, la familia tradicional y la moral conservadora.
Con Clara Sola no solo tenemos una historia potente, con una narrativa finamente estructurada, sino una estética fílmica multisensorial, donde lo simbólico se entrelaza con lo que yo llamaría una poética del tacto, que nos sumerge en otras lógicas distintas a las del cine patriarcal, en el que el ocularcentrismo y la distancia entre el filme y el espectador son predominantes.
En la película de Álvarez se priorizan las sensaciones, más que el relato, por lo que abundan los primeros planos tanto del rostro de Clara como de todo lo que la rodea. El primer plano se ha considerado el receptáculo privilegiado del afecto y de la intersubjetividad entre lo que se muestra y el espectador. Este transforma lo que se filma en una cosa tangible, imita al dedo que señala y que toca. El primer plano de pequeñas cosas ocultas, de objetos o animales diminutos, de gotas de rocío, al acercarlos a nuestra mirada los humaniza, concediéndoles expresión y estableciendo conexiones entre ellos, la protagonista y el espectador.
La estética de Clara Sola propone una mirada háptica o táctil que tiende a moverse sobre la superficie, que prefiere discernir la textura que modelar la forma, que elige rozar más que mirar y que convierte la visión en tacto. Al no presentar la distancia que precisa la mirada óptica, el espectador debe recurrir a otros sentidos para percibir la imagen. La fusión de ver y tocar construye un erotismo intersubjetivo entre el filme y el espectador. Esa relación erótica del texto permite que, junto a Clara, toquemos, sintamos, vivamos y nos liberemos de nuestras propias amarras. Como espectadores nos entregamos al puro deseo de la imagen y el movimiento.
Álvarez no solo nos amplía el rostro de la protagonista –ojos, labios, orejas, cabellos- sino de sus manos, que bailan durante todo el filme. Pero también detallamos las texturas de las sábanas secándose al sol, la piel que se moja, se eriza y se ensucia, la tierra, el barro, el polvo acumulado en los marcos de las ventanas, el agua del río y las gotitas que se forman en las telarañas con el rocío de la noche. Y los insectos que pueblan la naturaleza.
Clara -cuarentona y virgen- se presenta como la santa del pueblo. Se dice que habla con la Virgen y que es capaz de curar. Es solitaria, introspectiva y al parecer vive en una eterna inocencia. Clara es controlada e infantilizada por su madre, quien la obliga a adaptarse a ese modelo.
Clara lo toca todo. Así como sus manos son utilizadas para curaciones místicas, así Clara ha descubierto una sensación oculta y placentera, un rincón secreto y prohibido en su cuerpo que le causa tanto placer, que las luciérnagas la acompañan liberándola de lo que la rodea, aislándola en su puro goce.
A este placer de la contemplación y el tacto se suman el disfrute de los sonidos -la lluvia, los ruidos del bosque, el fluir del río- así como una delicada música de cuerdas, sutil pero clave en los momentos de intimidad de la protagonista. La interpretación sin precedentes de la bailarina Wendy Chinchilla, que pasa de la sutileza a la pasión desbordante, sostiene el filme, abrazándose a la soledad del cuerpo de su personaje. Un relato sensorial enclavado en nuestro paisaje rural, enmontañado, verde, sin exotismos ni estereotipos.
Las múltiples castraciones
La familia de Clara está integrada por su madre Fresia y por María, una sobrina adolescente. El argumento del filme gira en torno a los preparativos de la fiesta de 15 años de la joven. En la tradición latinoamericana esta es una fecha que muestra la transición de niña a mujer y, por una noche, la muchacha se convierte simbólicamente en una princesa de cuentos de hadas. Para ello la abuela prepara un hermoso vestido azul brillante de tules y tafetanes, llevará corona y unos zapatos de mujer -brillantes y de tacón alto- se le colocarán, en clara alusión al cuento de la Cenicienta. María es, por tanto, la imagen de la feminidad.
Por el contrario, Clara -cuarentona y virgen- se presenta como la santa del pueblo. Se dice que habla con la Virgen y que es capaz de curar. Es solitaria, introspectiva y al parecer vive en una eterna inocencia. Clara es controlada e infantilizada por su madre, quien la obliga a adaptarse a ese modelo. Es parte del negocio familiar, basado en sus presuntos milagros y en el alquiler de Yuca, una hermosa yegua blanca, álter ego de la protagonista y su única amiga, su unicornio.
Como santa, Clara es bañada y vestida por su sobrina. No puede maquillarse ni usar joyas, portar ropa holgada y de colores claros y su pelo debe ir amarrado en un moño para esconder cualquier erotismo posible. Más aún, debido a una malformación en la columna, debe usar un corsé que más pareciera un cinturón de castidad. Clara no puede convertirse en mujer, no puede lucir bella ni bailar, ser libre y mucho menos desear. Con la excusa de sus dones divinos está atrapada en un puritanismo misógino.
La casa está llena de imágenes de vírgenes y santas dolientes; la finca está cercada para que la mujer no atraviese espacios prohibidos, para que no se pierda, para ser sometida al control. Sin embargo, cuando Clara ve los besos de las telenovelas en un pequeño televisor desliza sus dedos en la entrepierna y su madre, siempre atenta, la castiga aplicándole chile picante a sus dedos. Clara acepta la sanción dócilmente, pero sigue acariciándose.
El unicornio y la doncella
Clara no tiene lugar en las tradiciones femeninas. Ella pertenece a la naturaleza, a la tierra, al polvo, al agua, al barro y su comunicación se da a través del cuerpo. Tiene a Yuca, una hermosa yegua blanca, tan pura como ella, y cuyo vínculo entre ambas es férreo y misterioso. Yuca es una especie de unicornio que simboliza tanto la virginidad y la pureza como la sublimación sexual y la fecundación espiritual. No cualquiera puede atrapar al animal mitológico y, según la leyenda medieval, solo una doncella tranquila y silenciosa, sentada en medio de la espesura del bosque, puede retenerlo.
Clara Sola muestra un drama de una Costa Rica rural y atávica que creíamos haber olvidado. Pero sobre todo pone en escena un patriarcado vigente en que, aunque resulte paradójico, son las mujeres las que sostienen y reproducen el sistema de dominación real y simbólica.
Todo es equilibrio en el pueblo hasta que aparece Santiago, un nuevo empleado de modales suaves y amables que, sin imaginárselo, se convierte en el centro de un triángulo erótico y produce en Clara una revolución interior, el camino hacia la liberación.
Santiago establece una relación amorosa convencional con la quinceañera, en un vínculo que la cámara siempre enfoca de lejos y con planos abiertos. Con Clara, empero, el joven teje una insólita intimidad. Ambos disfrutan la naturaleza y Santiago no anula lo que de femenino brota en Clara. Cuando la mujer prueba el lápiz de labios, él le muestra cómo rectificar el trazo para que la pintura no se desborde de sus comisuras. Y cuando la sangre de la menstruación corre por la pierna de la mujer, en vez de sentir asco ante un fluido culturalmente considerado como sucio e impuro, le ofrece con naturalidad un papel para que se limpie.
Son pocas las imágenes en que vemos a Clara sonriendo y feliz y en la mayoría de estos momentos comparte el espacio con Santiago. El instante mágico sucede cuando ambos van al río y el joven la incita a sumergirse. Como en una ensoñación, las imágenes nos muestran a Clara durante unos segundos, vistiendo el traje azul de princesa que nunca podrá usar. Esta breve e ilusoria transformación produce en ella una felicidad exultante. Luego la pareja comparte secretos tan íntimos y dolorosos -el espectador no los escucha- que se funden en un abrazo y oímos quedamente los sollozos de sus cuerpos amalgamados en uno.
La borradura del goce
El goce masturbatorio de Clara nunca se nombra. Al ver a Santiago y a María haciendo el amor, Clara huye al bosque y se masturba hasta lograr el placer infinito del orgasmo. Un coro de luciérnagas -quizás las almas de tantas mujeres reprimidas- la acompaña cuando queda rendida. Yuca es quien la despierta con sus lamidos de amor, aún en medio del placer.
En poco más de tres siglos la masturbación ha pasado de ser considerada un pecado y una enfermedad a comprenderse -sobre todo en las mujeres- como un proceso de liberación y apropiación del cuerpo. No lo es para doña Fresia, quien ve en el placer de Clara el horror, lo innombrable, una “cochinada”, una “culebra que la atormenta”. Por ello, Clara debe ser castigada y la madre le quema las manos. Su acto quiere borrar el clítoris porque este, a la vez que permite la independencia, procura un goce infinito. Y el cuerpo de Clara lo ha descubierto. Álvarez lo convierte en el verdadero centro del filme, en la revolución silenciosa de la mujer. A partir de entonces, Clara, dueña de su cuerpo, se enfrentará a la madre castrante e iniciará su liberación.
La cenicienta liberada
Clara desea un vestido azul. María y ella tiñen un traje rosa aunque Clara -que no es tonta- insiste en que es morado. El vestido es viejo, feo y mancha la piel. Una tarde, Clara roba el traje de quinceañera de María, se corona con una diadema de flores y luces -significativamente- y atraviesa el pueblo en busca de Santiago. Una Clara de sonrisa, vestido y luces en la cabeza representa una de las imágenes más asombrosas y perdurables de nuestro cine.
En medio del bullicio de la fiesta, un sobrino le comenta a Clara que encontraron muerta a una yegua blanca. Clara llora a solas y Santiago la consuela. Los sentimientos de la mujer están en ebullición, se confunden entre el dolor y la pasión. El erotismo reprimido durante años se desborda, Santiago la rechaza y Clara se confabula con la naturaleza en una fuerza de destrucción total. Un fuego destructor y purificador le permitirá renacer y convertirse en Clara, una mujer dueña de su cuerpo y de sus decisiones.
Clara Sola muestra un drama de una Costa Rica rural y atávica que creíamos haber olvidado. Pero sobre todo pone en escena un patriarcado vigente en que, aunque resulte paradójico, son las mujeres las que sostienen y reproducen el sistema de dominación real y simbólica. No se trata de que la madre castrante sea mala, por el contrario, quiere a su hija y cree que hace lo mejor para protegerla. Con sutileza y verosimilitud, el filme no propone una historia maniquea o estereotipada y su estética nos implica como espectadores de manera orgánica: nos enfrentamos a un espectáculo visual con todo nuestro cuerpo y nuestros sentidos. Más que una película, Clara Sola nos propone una experiencia que no podemos rehuir.