Los costarricenses estamos tan acostumbrados a ver pinturas de casas –modestas casas campesinas que adornan los muros de hogares y oficinas– que posiblemente creemos que en todo el mundo ocurre lo mismo. Pero no es así.
El gusto por las pinturas de casas es algo muy tico, que puede sorprender a un observador extranjero.
Este curioso fenómeno no tiene una, sino varias explicaciones. Del lado de la oferta, como diría un economista, la tradición tiene su origen en el pionero del arte moderno en Costa Rica: Teodorico Quirós. Arquitecto de profesión, desde que regresó al país, luego de concluir sus estudios, comenzó a pintar casas campesinas, aquellas de adobes o bahareque, seducido por su sólida sencillez y, tal vez, con nostalgia anticipada ante su progresiva desaparición.
Casa, palo y montaña
Líder indiscutible de la generación de artistas que hoy llamamos “nacionalista”, Quirós condujo a sus colegas hacia el tema: todos ellos pintaron casas de adobes en Escazú, Barva o Santo Domingo de Heredia.
El más persistente fue Fausto Pacheco, quien llegó a hacer de la casa campesina el eje de toda su obra, tanto en óleo como en acuarela. Pacheco se apegó fielmente a la fórmula planteada por Quirós con su proverbial sentido del humor: para ser tico, un paisaje tiene que tener “casa, palo y montaña”.
Esa fórmula, que Pacheco repitió con variaciones en innumerables pinturas, encontró una gran acogida en las familias que en aquellos tiempos podían permitirse comprar arte. En ellas hizo eco todo el poder simbólico de la casa campesina, evocadora de un estilo de vida sereno y austero, en estrecho contacto con la naturaleza.
Las casas de Pacheco hicieron en pintura lo que las Concherías, de Aquileo Echeverría, en las letras: rescatar el ideal de una patria noble, apacible y sencilla, poco a poco desvanecida por el advenimiento de la modernidad.
Un ideal arraigado
El paso de los años ha cambiado nuestra forma de vida, pero aquel ideal sigue intacto. En los hogares de la clase media costarricense e incluso en oficinas públicas y privadas, rara vez falta un cuadro en el que veamos la casa, el “palo” y la montaña, y quizá una yunta de bueyes, un gallinero o una troja.
Los pintores artesanales que han continuado esa tradición merecen nuestro respeto. Más allá de la mayor o menor calidad técnica de sus trabajos, son portadores de un ideal fuertemente arraigado en la conciencia colectiva de los costarricenses.
Casi todos los pintores de la generación fundacional del arte costarricense pintaron casas campesinas: Amighetti, Manuel de la Cruz González, Carlos Salazar Herrera e incluso Francisco Zúñiga, quien luego abandonaría la pintura para desarrollar, desde México, su brillante carrera internacional como escultor y artista gráfico.
Un caso particular es el de Luisa González de Sáenz. Mientras los demás se complacían en los juegos de la luz sobre el adobe y los alegres colores del entorno, ella pintaba la casa como objeto ensimismado en ambientes lóbregos, como los de sus paisajes de altura.
Nuevas generaciones
Hacia mediados del siglo XX, los artistas se inclinaron más por la figura humana. Fue una reacción normal ante la generación precedente, y además se inscribió en la fuerte corriente de la nueva figuración latinoamericana.
Sin embargo, algunos, como la notable Dinorah Bolandi, mantuvieron vivo el interés por el paisaje y la casa rural. Felo García, por su parte, llevó las aglomeraciones de tugurios, reales o imaginarios, a un plano de idealización y elegancia a base de dibujo rítmico y armonías cromáticas.
Incluso, un pintor al que asociamos con la figura humana inmersa en atmósferas de misterio, como es Rafa Fernández, en algún momento hizo también pinturas de casas.
Algunos artistas de las siguientes generaciones continuaron desarrollando el tema de la casa campesina, principalmente en acuarela, lo que es también una particularidad especial del arte costarricense. Se lo debemos en gran medida a las inspiradoras enseñanzas de Margarita Bertheau en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica.
De la generación que emergió en el escenario artístico nacional entre 1970 y 1980 destacan Fabio Herrera, Ana Griselda Hine y Flora Zeledón, cada uno con su estilo muy personal, pero los tres con gran intensidad y desenvoltura. También han cultivado el tema, con ojo de arquitecto y pincel de pintor, Adrián Valenciano y Juan Carlos Camacho.
La casa urbana
Otros se han interesado más bien por la casa urbana. Emilio Wille fue pionero en el tema, a mediados del siglo anterior.
Virginia Vargas hizo una interesante exploración visual de los estilos arquitectónicos de los barrios josefinos, que se plasmó en un exquisito conjunto de grabados, un libro y una exposición itinerante con el fin de rescatar ese patrimonio amenazado.
Mariano Prado, por su parte, viajó hasta territorios indígenas para registrar y mostrar sus ranchos y aldeas.
Hace algunos años Carolina Guillermet intervino las fachadas de un conjunto de casas por el Paso de la Vaca, en San José. Fue un interesante experimento de valorización estética de viviendas populares. Siempre con la trama urbana en mente ha derivado hacia coloridas abstracciones geométricas que recuerdan al gran Kazuya Sakai.
La trama urbana es también el punto de partida del arte matérico de Rolando Garita, cuyos ensamblajes recogen los valores táctiles y la huella del tiempo sobre la vieja madera.
La casa es, de alguna forma, el traje de la familia. Es un símbolo que abriga emociones, afectos y aspiraciones. En ella nace y vive el amor familiar. Está llena de significado y eso se refleja en nuestro arte.
La muestra
La exposición La casa en el arte costarricense se inauguró el jueves 19 de abril, en el marco del trigésimo aniversario de la Fundación Costa Rica-Canadá, y estará abierta abierta hasta el 20 de mayo en la Galería Nacional (instalaciones del Museo de los Niños).
Esta exhibición muestra 23 obras de artistas como Teodorico Quirós, Francisco Amighetti, Francisco Zúñiga, Felo García, Rafa Fernández, Flora Zeledón, Fabio Herrera y Carolina Guillermet, entre otros.