En sus Confesiones de un inglés comedor de opio, publicadas anónimamente por primera vez en 1821, Thomas de Quincey teje una analogía entre las alucinaciones del opiómano y la visión de un niño. En estos textos, De Quincey relata con exquisito detalle el placer y el terror de las ensoñaciones producidas por sus intoxicaciones con láudano, describiendo como infantil su propia percepción de la realidad observable y la imaginación de mundos alucinados.
En continuidad con esta idea, el crítico y poeta Charles Baudelaire, quien realizó numerosas traducciones de De Quincey, abordó repetidamente la relación que existe entre la imaginación infantil y el proceso creativo de los escritores (y artistas en general). En El pintor de la vida moderna escribió que “el genio no es otra cosa sino la infancia recobrada a voluntad”, aunque, claro está, dotada ya de la capacidad adulta de expresión y crítica analítica. Describe al artista como un hombre-niño.
Para Baudelaire, la infancia guarda el secreto del genio del artista: los recuerdos forjados por el niño hacen nacer la sensibilidad del adulto. El genio existe en la evocación de la mirada ya perdida, que solamente el hombre es capaz de expresar y materializar. La experiencia del niño es un cúmulo de sensaciones desprovistas de sentido y de temporalidad.
En esta secuencia de ideas de De Quincey y Baudelaire, que interesó de manera especial a muchos artistas de su generación y otras posteriores, distinguimos dos cualidades infantiles destacables para ellos. La primera es la mirada del niño que, según esta lógica, es bruta, primordial, extática y limpia de toda corrupción. Por ello, la visión del niño se perfila como el modelo para el artista.
Según Baudelaire, “para el niño todo lo visto es novedad; siempre está ebrio”. La mirada infantil es pródiga de encantamiento, de sensibilidad, de sorpresa; por ello, su evocación o emulación es un terreno fecundo para el ejercicio del arte.
Esta consideración es de suma importancia porque sienta las bases de una idea de la infancia que ha sido abordada de manera incesante por muchos artistas a lo largo del siglo XX y hasta hoy. Destacamos, por ejemplo, la obra de Jean Dubuffet, teórico y fundador del art brut, movimiento esencialmente asociado a la visión del niño, así como a otras expresiones creativas de personas desprovistas de cultura visual o de entrenamiento artístico (enfermos mentales, reclusos, etc).
En esta línea de pensamiento, la segunda cualidad infantil a considerar es la imaginación. En sus Confesiones, De Quincey asocia la alucinación adulta con la imaginación de un niño. Es decir, propone la idea de que los procesos intelectuales de la infancia guardan relación, en su forma y percepción, con un estado alterado de consciencia que produce visiones prodigiosas. Baudelaire parte de que la capacidad de imaginar constituye el proceso creativo fundacional de todo arte y lleva esta idea aún más lejos. Aduce que en la imaginación infantil, extraordinaria con respecto a la del adulto, reside, in optima forma, el genio artístico.
El pensamiento de Baudelaire evoca grandes cuestiones que los artistas plásticos de su tiempo barajaron en torno a la idea de la infancia. Estas ideas modelaron, además, el arte moderno que, desde finales del siglo XIX y con diversas fórmulas, ha explorado las relaciones múltiples entre la percepción infantil y el acto creativo.
De niños y artistas
El interés de estos pensadores modernos por la mirada y la imaginación del niño encontraría un eco profundo en la obra de numerosos artistas de las primeras vanguardias del siglo XX como Henri Matisse, Joan Miró y Pablo Picasso, entre muchos otros. Algunos de ellos reunieron extensas colecciones de dibujos hechos por niños y otros, como Auguste Renoir, observaron a sus propios hijos en el acto de crear. Desde el siglo XIX y como evolución de estas ideas, el niño no es únicamente un modelo intelectual y sensorial para el artista, sino que, en muchas ocasiones, constituye un sujeto que genera metáforas en el arte.
La exposición Extraña infancia, que presenta desde el sábado 16 el Museo de Arte Costarricense, aborda no solo el interés de los artistas por la mirada infantil, sino la historia que antecede a esta idea del infante como tema artístico. La niñez en la pintura es resultado de una idea cambiante, obstinadamente modelada por consideraciones morales, religiosas, sociales e, incluso, pedagógicas; es un testimonio del cambio de las mentalidades sobre lo que es (o lo que representa) un niño.
La exposición rinde cuenta de las distintas interpretaciones visuales de la infancia y concluye, precisamente, con el ideal del niño que pensó Baudelaire para el artista.
En el arte costarricense del siglo XX es, sin cuestionamiento alguno, la obra de Francisco Amighetti la que nos interpela con mayor belleza y poesía sobre esta relación entre el artista y la infancia. Un niño asomado por la puerta descubre con asombro el cuerpo de una mujer desnuda. Un niño de pie, al aire libre, contempla fijamente una única nube. Dentro de una habitación oscura, un niño traza dibujos en el aire. El infante es, en estas obras, una encarnación del artista que se cuenta a sí mismo.
En su serie La calle, este pequeño camina, juega o descansa frente a una casa de puertas y ventanas abiertas por donde se asoman distintos personajes: matronas, prostitutas y sus clientes, mientras mercaderes, borrachos y otros transeúntes circulan por la acera. El niño recorre y descubre el mundo; el artista registra su propio recorrido en una metáfora perfecta.
En los siglos XX y XXI, numerosos artistas destacados de nuestro país han hecho uso de la figura infantil como imagen metafórica: en dos extraordinarios retratos, Tomás Povedano representa un niño con una naturaleza muerta y otro con flores vivas y un pájaro. Estas obras nos hablan de la fugacidad de la vida, de la belleza y de la riqueza material en exquisitas y asombrosas Vanitas.
En su Maternidad [Llorona], pintada hacia 1944, Max Jiménez se representa como un pequeño desnudo en brazos de este espeluznante personaje, en una escena de extraña angustia, con evidente contenido psicológico, más allá de la sola referencia folclórica, como ha explicado la investigadora María Enriqueta Guardia.
En Viaje infinito, una de sus obras más conocidas, Alberto Murillo figura a la humanidad en el cuerpo de un niño que juega entre la luz y la sombra. En la serie Narcisos, Adrián Arguedas describe, con tintes mitológicos, una infancia paradójicamente grave, dotada de gestos que revelan una misteriosa vida interior. Sofía Ruiz aborda la infancia por medio de retratos cuidadosamente ejecutados, y de minuciosa y delicada iconografía narrativa o autorreferencial.
Vemos, entonces, que la percepción y el impulso creativo del niño, la fascinación con la mirada primitiva y natural, la pérdida de la inocencia y la condición efímera de la vida son algunas de las preguntas que la infancia ha despertado en los artistas costarricenses que la han abordado como metáfora de sí mismos, de su entorno o de conceptos más universales.
Simbolismos de la infancia en el arte
Además, y antes de haber funcionado como una metáfora del artista o de su visión de mundo, la figura del niño en el arte ha sido objeto de distintas significaciones y usos sociales, como acotamos en párrafos anteriores.
Desde el siglo XIX y hasta el siglo XXI en Costa Rica, se han producido y han circulado distintas visiones artísticas de esta figura: la imagen votiva del Divino Niño, el retrato aristocrático, la representación romántica de la pobreza y la orfandad, la infancia campesina como retrato de nuestra nación, la infancia educada como símbolo de civilidad, entre muchas otras. El niño como metáfora del artista es tan solo una de tantas otras funciones que éste cumple dentro de la historia del arte.
Sin embargo, todas son fabulaciones sobre la infancia que poco o nada dicen sobre ella, pero sí nos hablan sobre cómo y para qué la entendemos y la mostramos. Detrás de la imagen de la infancia se esconde siempre algo más: la representación de lo divino, de clases sociales o el poder familiar; la representación idílica de la sociedad agrícola (en particular en la obra de la Nueva Sensibilidad o Generación Nacionalista); de los ideales de la República y del ciudadano. Muchos de los trabajos obedecieron a encargos religiosos, familiares o editoriales que definieron no solo la finalidad, sino la manera en que los niños aparecen en la obra de arte.
En el siglo XX e inicio del siglo XXI, muchos artistas han abordado de manera espontánea la figura infantil en retratos de sus hijos y otros niños, ya no por encargo, sino como sujetos de un libre ejercicio expresivo. Algunas de estas obras exploran justamente la naturaleza de la infancia frente a la imagen simbólica que de ella fabricamos, y nos confrontan a la infancia libre, salvaje, y algunas veces, oscura.
Con la exposición Extraña infancia, el Museo de Arte Costarricense ofrece un guion temático en que se recorren distintas funciones simbólicas, sociales e ideológicas que cumple la figura del niño en el arte de nuestro país. Todas estas funciones y representaciones relevan de concepciones artificiales o distorsionadas de la infancia, visiones sobre algo que nos resulta extraño o caótico y a lo que buscamos dotar de orden y coherencia.
La infancia en el arte nos revela, de manera abrumadora y extraordinaria, nuestra imposibilidad de acceder a ella, y a nuestra propia experiencia olvidada.
Acerca de la exposición
¿Qué? Exposición Extraña infancia. Figuraciones y fabulaciones de los niños en el arte en Costa Rica
Lugar: Museo de Arte Costarricense, en el parque metropolitano La Sabana
Fechas: Del 16 de marzo al 21 de julio del 2019
Horario: De martes a domingo de 9 a. m. a 4 p. m.
Entrada gratuita