Quien haya puesto un ojo sobre alguna de las líneas escritas por David Foster Wallace, sabe que su literatura está viva: muerde, araña, te revuelca y te quita el sueño por semanas al punto que, cuando piensas haber superado lo que leíste, te das cuenta que aún queda mucho por procesar.
Recuerdo que, en mi caso particular, conocí a Foster Wallace por su libro Entrevistas breves con hombres repulsivos, un compilado de más de veinte relatos sobre personas que, para convivir con sus temores, se convierten en lo que señala el título.
Más allá de ser una apuesta por la búsqueda de la empatía en un mundo que parecía caerse a pedazos (eran los noventa, con todo el pavor que provocaba acercarse a un nuevo siglo y a la eclosión tecnológica), Foster Wallace me rompió la cabeza por cómo hilvanó los perfiles de sus personajes. Pasar las primeras páginas y encontrarse textos enormes sin un solo punto y aparte, no solo denotaba el prodigio del autor, sino también una alegoría de ese mundo tan frenético que no daba tiempo para respirar ni siquiera en la lectura de un libro.
Nacido el 21 de febrero de 1962 en Ithaca, Nueva York, Foster Wallace se convirtió en uno de los narradores más influyentes y excepcionales que ha parido Estados Unidos. A pesar de su prematura muerte, en el 2008, su mirada sigue vigente. Pocos se atreverían a negar que, en pleno 2022, atravesamos tiempos muchos peores que los que describió el autor en su momento y, aún así, el mundo parece haber cambiado poco.
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Una pluma exigente
La obra de David Foster Wallace ha sido aplaudida durante mucho tiempo, tanto por su forma como por su fondo. Siendo audaz en completar relatos con pies de páginas gigantescos, flechas que indican saltos en la página y muchos otros matices que solo la lectura del libro físico puede permitir, también el estadounidense ha sido celebrado por construir una ficción en que hay espacio para la empatía, la sinceridad y la conexión humana, usualmente acompañada de un humor sesudo.
Además, fue un ensayista afilado que supo registrar el glotón ascenso del capitalismo, que devoró a la sociedad que recibió el nuevo siglo, de la mano con el narcisismo estadounidense y el maquiavélico uso de la televisión para engatusar al ciudadano promedio. Con aguda ironía, Foster Wallace jugó con esos frentes en libros como Algo supuestamente divertido que nunca volveré hacer, en el que realizó una crónica sobre un megacrucero de vacaciones donde atestiguó el servilismo y la falsa sonrisa de la América más millonaria.
“He visto maletas fluorescentes, gafas de sol fluorescentes y más de 20 marcas distintas de sandalias de goma. He oído timbales, he comido buñuelos de caracola y he visto a una mujer con un vestido de lamé vomitando dentro de un ascensor de cristal. (...) He oído a americanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si el tiro al plato tiene lugar al aire libre, si la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el bufé de Medianoche (...) En una semana, he sido objeto de 1.500 sonrisas profesionales”, escribió en ese texto.
Con ese tipo de relatos, Wallace supo escribir sobre la necesidad del respeto para los demás, pero nunca desde un punto de vista aleccionador. Esto se debe a una característica fundamental de su literatura: nunca subestimó al lector.
Como parte de esa premisa, el neoyorquino trazó su propio método formal para establecer una relación entre él, como escritor, y la persona, como lector. Y bueno, el mejor ejemplo para recordar este sello de autor está en su obra maestra: La broma infinita, una novela que rebasa el millar de páginas e incorpora más de 400 notas al pie que son vitales para (tratar de) comprender la historia completa que se nos cuenta.
En términos de Wallace, este método de ir hacia atrás y adelante en un libro para chequear los pies de página es una forma de asegurar que su lector es alguien activo; alguien que no quiere un parque de diversiones por libro (entiéndase en los mismos términos que Martin Scorsese percibe el cine de Marvel).
Su maestría reside en hacer un balance de literatura exigente: “Una negociación entre lo difícil que se lo pones al lector y lo seductor que es para el lector”, en sus palabras.
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La historia de La broma Infinita es, a grandes rasgos, la siguiente: en una América brutalmente capitalista se desarrollan cuatro historias que se ramifican y que se intersecan con el paso de las páginas y con la fusión del contenido que se encuentra en las notas al pie.
Todo este embrollo se une a través de una película, del mismo nombre del libro. La cinta es tan entretenida que sus espectadores pierden todo tipo de interés en cualquier otra actividad excepto ver repetidamente el largometraje, hasta morir de inanición. De ahí se derivan conflictos por rastrear este objeto preciado.
¿Cómo procesaría el lector promedio esta narrativa fracturada? ¿Aceptará leer 100 páginas de notas finales? ¿Cómo se esconde un misterio tan grande como para provocar el interés de leer más de 1000 páginas de algo que no sigue los cánones?
“Yo creo que la ficción que escribo es bastante accesible, aunque va dirigida a gente a la que le gusta de verdad leer y piensa que la lectura es algo que requiere disciplina y esfuerzo”, expresó el autor en una entrevista a El País, en el 2000. Como sabrá, la casi totalidad de lo que se publica en Estados Unidos son libros que a veces pueden ser buenos, pero cuya lectura no requiere demasiado esfuerzo, el equivalente de ir al cine a ver una película entretenida”.
“Casi todo el dinero que genera la literatura procede de libros que la gente lee cuando viaja en avión o está en la playa. Mis libros no son así. La mayor parte de los narradores americanos con los que me relaciono escriben ficción más bien difícil y exigente. Yo creo que soy de los más accesibles, por la sencilla razón de que al escribir no busco intencionadamente complicar las cosas, al revés; procuro que sean lo más sencillas posible”, agregó en esa oportunidad.
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Acabar un libro de Foster Wallace es quedar en una borrachera literaria. Por un lado, nace la fascinación por sumergirse en Google y buscar desesperadamente opiniones e interpretaciones sobre lo recién leído; por otro, activa algo en el alma del lector que le recuerda que la literatura puede ser diferente y que aún no todo está escrito.
Porque cuando estamos ante un escritor que genera fascinación y pavor a la hora de enfrentarse a su obra, significa que estamos ante algo más que una simple novela.
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Alma atribulada
Uno de los momentos más luminosos que nos regaló Foster Wallace en su carrera fue Esto es agua, un ensayo que fue leído por él mismo en la ceremonia de graduación del 2005, en la Universidad de Keyton.
El texto es una invitación a no conformarse con la educación que se recibe desde los sistemas, porque ver el mundo desde un único lente puede significar una prisión.
“El tipo de libertad más importante involucra atención, consciencia, disciplina, esfuerzo, y ser capaces de preocuparse realmente por las demás personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, realizando miles de pequeños, y nada sexys, actos, día tras día. Esa es la verdadera libertad”, dice el autor en el ensayo.
Es de tragar grueso este ensayo al contrastarlo con su fatídica muerte. En setiembre del 2008, la esposa del autor tenía una inauguración de sus obras pictóricas en una galería ubicada en las cercanías de Claremont, California. Repentinamente Wallace prefirió quedarse en casa y, cuando volvió su pareja, lo halló ahorcado en el garaje de su casa.
Son muchas las teorías en torno a la tristeza del autor, pero revisando su obra es fácil encontrar los malestares que lo perseguían. En la misma La broma infinita hay muchísimo humor, pero en el fondo uno como lector se topa con alguien profundamente deprimido.
“Cuando empecé a escribir La broma infinita tenía treinta años, pertenecía a la clase media alta, era blanco, nunca había padecido ninguna forma de discriminación, desconocía cualquier forma de pobreza de la que yo no fuera el causante y la mayor parte de mis amigos se encontraban en una posición parecida. Y sin embargo, la tristeza es algo tangible, está ahí, es una realidad. Hay una cierta… ¿cuál sería la palabra? Una desconexión o alienación”, dijo el autor a El País.
La ansiedad parece haber atado al escritor por completo, pues los últimos años de vida de Foster Wallace estuvieron sumidos en la adicción al alcohol y drogas.
Se dice que fue conductor de un bus escolar y dejó botado a todos los niños en medio de la carretera; que también fue salvavidas y un día simplemente se paró de su silla y se fue. Además se dice que fue panadero, pero que no lograba levantarse temprano y un día no llegó a trabajar.
De la misma manera que el corazón delator de Edgar Allan Poe estaba encerrado en una pared, para quien escribe estas líneas el alma de David Foster Wallace está al desnudo en un cuento particular: The Good Old Neon, publicado después de los ataques terroristas del 9-11.
“Soy un fraude”, escribe al comienzo el protagonista, un evidente álter ego con síndrome del impostor que se convierte en profeta del suicidio de Wallace. Su obra deja exhibida al atribulado y sesudo muchacho que quiso un nuevo tipo de escritura, un nuevo tipo de lectura y un triste tubo de escape para su vida, producto de esa misma América que tanto se empeñó en diseccionar.