En su número de febrero de 1914, la revista Pandemonium comentaba así una importante decisión urbana del presidente Ricardo Jiménez Oreamuno (1910-1914):
“La cultura de este pequeño país, en donde los problemas más complicados y apasionantes se resuelven invariablemente de modo pacífico, ha ganado una nueva y hermosa partida en su lucha contra las fortalezas en donde acostumbra encastillarse el pasado soberbio y ridículo.
“Tocóle esa gloria al Gobierno de la República, que, inspirado en muy sanas ideas, trasladó el cuartel llamado Principal, situado en punto muy céntrico de San José, al Panóptico (…) que está fuera del perímetro donde se extiende la población.
“Pero más que por esto es de celebrarse la traslación (…), porque el local donde ayer se amontonaban instrumentos de destrucción se convierte ahora en una colmena de trabajo fecundo, de donde miles de abejillas saldrán zumbando alegremente para trasfundir la miel de la vida a todos los órdenes de actividad, que constituyen la maravillosa red del progreso.
“Salida del vientre del monstruo, la nueva escuela será timbre legítimo de nuestra cultura”.
La antigua edificación
En el último cuarto del siglo XVIII, el presbítero Chapuí de Torres trasladó el santuario de la Villita de San José, de su asiento original –en calle 2, entre avenidas Central y 1–, a una humilde iglesia de adobes en el punto más alto de la población, donde hoy está la Catedral Metropolitana.
Por esa razón, la manzana al oeste del nuevo templo se convirtió en la Plaza Principal de la villa –hoy Parque Central–; y, en consecuencia, de acuerdo con las disposiciones urbanísticas españolas, se construyó en el solar frente a la esquina noreste de la plaza, la “casa de cabildo” local, en 1799.
Aquella, podemos imaginar, no ha de haber sido sino una casona construida de adobes y techada con tejas, con corredor al frente y soportales de madera que, además de almacenar el poco armamento de que se disponía, serviría de cárcel. Así, cuando en 1813, junto con su título de “ciudad” vino San José a disponer de un Cabildo o gobierno local propiamente dicho –por disposición de las Cortes de Cádiz–, este se alojó ahí.
Allí también, por orden de Juan Manuel de Cañas, jefe político de Costa Rica, se reunió el cabildo josefino el 14 de octubre de 1821, para conocer los documentos llegados de Guatemala a Cartago el día anterior, que proclamaban la independencia de España.
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Más tarde, convertida San José en capital de la provincia, en mayo de 1823, se tomó la casa del cabildo como cuartel, por orden de Gregorio José Ramírez, jefe de las fuerzas republicanas en nuestro primer y breve conflicto civil.
Fue ahí, donde Juan Mora Fernández, primer Jefe de Estado (1824-1833), junto al Congreso electo en la ocasión, dio los primeros pasos hacia la libertad institucional de Costa Rica, en el marco de la República Federal de Centroamérica.
En 1828, confirmada la capitalidad, decidieron las autoridades destruir la vieja edificación del Cabildo para sustituirla por otra de cal y canto; pero se aprovechó la faena para construir más bien, en 1833, el Cuartel Principal del Estado que, de paso, albergaría también al cabildo por un tiempo más.
Según el cronista Manuel de Jesús Jiménez, de esa obra se hizo cargo el josefino Eusebio Rodríguez Castro (1778-1858), ganadero, minero y político, además de reconocido arquitecto empírico.
A ojos de un testigo
Se trataba de un edificio de planta cuadrada y patio central que, de acuerdo con Jiménez, tenía “paredes de seis cuartas de espesor, cadenas de tercia en cuadro, su artesonado incorruptible e inexpugnables puertas y ventanas” (La Ambulancia). Thomas Francis Meagher, viajero irlandés que lo conoció veinticinco años después, en 1858, lo describió así:
“Es un largo edificio blanco de dos pisos, que tiene un pesado balcón sobre la plaza y un techo de tejas coloradas que sale tres o cuatro pies fuera de la pared de fachada. El balcón está cortado por una gran portada toscamente arqueada, por fuera de la cual se pasea lentamente noche y día un centinela desgreñado, balanceando el fusil al desgaire.
“En el balcón haraganean también unos centinelas, y en el centro del piso del cuartel, bajo un tinglado de hierro, hay un cañoncito negro de campaña que con sus ruedas verdes hundidas en el ripio mantiene gravemente la paz.
“En el interior del edificio hay dormitorios, almacenes, hileras de clavijas de madera que sostienen sombreros y cinturones, armeros para los fusiles, camillas, sartenes, baldes de madera con aros de hierro y los demás muebles que comúnmente se encuentran en los cuarteles del mundo entero; pero todo tiene un aspecto muy desteñido, muy empolvado, muy primitivo y muy barato.
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“La carcoma ha trabajado mucho en la obra de madera, dándole un aspecto de incurable decadencia. A no ser por la “Sala de Banderas”, [donde están depositados varios trofeos y reliquias de la guerra filibustera], el cuartel de infantería de San José carecería de interés” (Vacaciones en Costa Rica).
Mientras tanto, en aquel cuarto de siglo, el edificio había sido testigo del golpe de Estado de Braulio Carrillo contra Manuel Aguilar (1838); y ahí había acorralado la furia popular josefina al invasor Morazán y al traidor Villaseñor, y del mismo sitio, fueron sacados ambos el 15 de setiembre de 1842, para ser fusilados en la esquina suroeste de la plaza capitalina.
En abril de 1852, cuando una visita diplomática anglo-estadounidense hizo imperativo tener un himno nacional, fue en dicho cuartel donde el entonces Director General de Bandas, Manuel María Gutiérrez, por orden del presidente Juan Rafael Mora Porras (1849-1859) y bajo amenaza de arresto, compuso las notas de nuestro canto patrio.
Cambios y más cambios
Fue el mismo Mora quien inició la modernización del edificio. Mas esas reformas no se concluirían sino años después, interrumpidas como lo fueron por la Campaña Nacional; al inicio de la cual, y desde el balcón del cuartel, despidieron a nuestras tropas tanto el presidente Mora como el obispo Llorente y Lafuente.
El cuartel también fue fundamental en el artero golpe de Estado que, contra Mora, ejecutaron el mayor Blanco y el coronel Salazar, a las órdenes de sus opositores, en 1860. Impasible durante la toma del poder por el coronel Tomás Guardia, en 1870, fue durante su dictadura (1870-1882) que se le terminaron al inmueble las reformas dichas; cambios que, al menos en su frontis, variaron el remate semicircular, pero siempre dentro de su pobre aspecto barroco hispano-colonial.
No obstante, fue en las sucesivas administraciones liberales que el edificio adquirió una nueva y modesta arquitectura, que en la fachada eliminó el balcón de madera y agregó molduras neoclásicas en los remates; permeó los muros con mirillas, puso láminas de acero en las ventanas superiores y fortines sobre la muralla.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que aparecieran en la prensa quienes advertían del peligro de tener un cuartel en pleno centro urbano, por el riesgo que entrañaban el material bélico y los explosivos ahí almacenados.
Por esa razón, durante la primera administración Jiménez Oreamuno, incitado por el mismo presidente, el Congreso de la República decidió donar el transformado edificio a la Junta de Educación de San José, en enero de 1914. El cuartel, por su parte, se trasladó a la estratégica posición mencionada, en el ala este de la Penitenciaría Central, que se acondicionó para ello.
Mientras tanto, la junta educativa convertía el viejo inmueble en la Escuela Superior de Varones Nº 2; abriéndole ventanas en los muros del primer piso y transformando en balcones las del segundo nivel, brindando así más luz y ventilación a los departamentos, convertidos en aulas para unos 500 niños capitalinos.
Por último, en julio de aquel mismo año, y aprovechando el centenario del natalicio del Héroe Nacional, la administración González Flores (1914-1917) concretó el histórico cambio de función del fortín, al bautizarlo oficialmente con el nombre de Escuela Juan Rafael Mora Porras.