Para quien se atreva a afirmar que los lieder de Schubert -y especialmente sus tres grandes ciclos: Die Schöne Müllerin, Winterreise y Schwanengesang-, carecen de actualidad temática o poética, la realidad se apresuraría a oponerles un inmediato desmentido. Los periplos de caminantes solitarios que se describen en los dos primeros -en medio de la eterna duda del hombre por su destino, o por la existencia de Dios-, son cada vez más frecuentes. En el ámbito literario, podemos citar los intentos de David Le Breton (Elogio del caminar); Wanderlust, una historia del caminar -de Rebecca Solnit-; Viajero solitario, de Jack Kerouac -epítome de la generación beat-, y muy recientemente la evocadora Novelas del Caminante de nuestro compatriota Rafael Ángel Herra, para quien contar recorridos es escribir la novela del yo. No demos al olvido las brillantes páginas del gótico Wanderer llamado Melmoth, de Charles Maturin, o el sincrónico Compañero de viaje de Hans Christian Andersen, ambos yuxtapuestos al bello ciclo sinfónico Lieder eines fahrenden gesellen, de Gustav Mahler.
Resulta curioso que Schubert realizara una expresa indicación para la primera pieza del Winterreise: ejecutarla con ritmo de caminar. Con tal antecedente, ingresamos en el drama personal de quien recorre el mundo al azar. Schubert creció, vivió, y murió en Viena, de cuyas calzadas no se sustrajo, salvo por un par de breves desplazamientos al Tirol. Su música viajó por él, y hasta podríamos afirmar que alcanzó sitios vedados al ser humano, adyacentes a los míticos senderos del Rey de los Elfos. Sus personajes dieron la espalda a la ciudad, en concordancia con el texto del Abschied, hermoso lied del ciclo que hizo las veces de canto del cisne (Schwanengesang).
Schubert, el poeta
Un hombre que comprende tan bien a los poetas, no puede dejar de ser POETA él mismo -dijo de Schubert el crítico literario Eduard von Bauernfeld-. Acaso resulte oportuno asociar tal frase a la de Robert Schumann, para quien «Schubert es Jean Paul, Novalis y Hoffmann, expresados en sonido». Jean Paul -cuentista romántico de gran imaginación-; Novalis -pseudónimo de Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, filósofo y poeta a cuyos Himnos pusiera música el propio Schubert-; y E.T.A. Hoffmann -lírico narrador que camina con su bagaje gótico a cuestas-, se funden en el artista único: el obscuro vienés que, al final de cuentas, es el crisol de las ideas poéticas, por excelencia.
Por añadidura, Schubert fue un depresivo crónico, a despecho de muchas de sus melodías que pretenderían lo contrario. Empero, en el catálogo schubertiano no existe otra obra que retrate tan vívidamente dicha condición como el Winterreise, un grupo de veinticuatro canciones susceptibles de un orden diverso, pues el tema del Gute Nacht -preludio de la obra- bien pudo ser escogido para epilogarla.
A pesar de que Winterreise mantiene una unidad temática, no se percibe en la obra un inicio ni un final. El ciclo -concebido poéticamente por Wilhelm Müller-, empieza con una decisión que es a la vez despedida. El innominado protagonista -de quien no conocemos antecedentes- abandona una vivienda en la que ha encontrado abrigo, comida y techo. Diríamos modernamente que «abandona su zona de confort». Y lo hace por las mismas razones que movieron al peregrino feudal a atender la convocatoria de Urbano II y Pedro El Ermitaño a la Cruzada popular; a un anacoreta que se marcha al desierto a meditar ad æternum; o a un hippie de los sixties que, ante la inminencia de una conflagración bélica de carácter mundial, decidiera buscar -entre florecillas silvestres- la paz y el amor. El joven Wanderer señala en su canto que la muchacha le habló de amor, y su madre… de boda. ¿Qué escena podríamos imaginar, entonces, con mayor dosis de colorido pequeño-burgués?
Las ediciones del ‘Winterreise’
Cronológicamente hablando, el editor Tobías Haslinger difunde una primera edición del Winterreise en enero de 1828, que habrá ser el de la muerte del compositor. Tal impresión contiene solamente los lieder numerados del uno al doce y, al final de la duodécima canción -la conocida Einsemkeit (Soledad)-, se incluye la palabra finis. En el transcurso de los siguientes meses, Schubert tiene acceso a la totalidad de los poemas de Müller, que aborda con notorio entusiasmo. La primera parte procede de una publicación denominada Urania, mientras que las estrofas de la segunda son extraídas de los «Poemas de los papeles legados por un corneta del bosque errante». Haslinger publica una segunda parte de los lieder -a partir de Die Post (El correo)- en diciembre del mismo año, tan sólo pocas semanas después de la triste muerte de Schubert. Sabido es que éste realizaba correcciones a la obra desde su lecho de muerte, entre ellas la modificación de la tonalidad de Einsemkeit, originalmente en la misma tesitura del Gute Nacht -primera del ciclo-. No hay duda de que con ello Schubert soslayó la posibilidad de revestir a Einsemkeit de un carácter terminal, pues los compositores de lieder acostumbraban iniciar y concluir los ciclos en la misma tonalidad.
Aunque soslayemos -con manifiesta injusticia- el espléndido Der Lindenbaum (El tilo), limitémonos por ahora a la turbadora Rückblick (Mirada hacia atrás), y a su espeluznante particularidad en la cultura occidental. Existen sobrados ejemplos -mitologías hebrea y helénica- del castigo divino para el acto de ver hacia atrás. El primero de ellos es el episodio bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra, en el que la mujer de Lot queda convertida en estatua de sal. El otro trance se sitúa en la salida del Inframundo, cuando Orfeo desobedece el mandato de Perséfone, y pierde irreversiblemente a su amada Eurídice. Por ello, la acción de volver la mirada hacia atrás constituye un nefastum habetur en la cultura occidental… y en el Winterreise.
Volveremos un día a divagar, en nuestro constante deambular schubertiano. Por ahora, la solución consiste en citar la frase de Alexander Witeschnik: ¿Pero… en qué terreno no ha vuelto Schubert a crear la Tierra? Y ampliaríamos por nuestra cuenta la interrogante: ¿O a recorrerla?